P. Carlos Cardó SJ
Jesús dijo a sus discípulos: «No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice. El que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos. En cambio, el que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos.»
Jesús no pretende abolir la ley mosaica –sello del compromiso de Israel con el Dios de la alianza–, sino llevarla a plenitud, dándole orientación y, sobre todo, haciéndola más radical con las exigencias propias del amor, que no oprimen sino liberan a la persona para dar lo mejor de sí.
Las comunidades cristianas primitivas recordaron claramente que Jesús subordinó los numerosos preceptos de la Torá al precepto del amor como centro. Vieron asimismo, sobre todo Pablo, que la ley de Moisés no posee autoridad por sí misma, sino por Jesús y que, por consiguiente, su función es la de ser guía –preceptor o pedagogo, dice Pablo–, hacia Cristo, quien por medio de su Espíritu, infundido en nuestros corazones, nos impulsa a la justicia mayor del amor.
Los rabinos fariseos y los doctores de la ley habían inculcado en la gente la idea de que el cumplimiento de la ley mediante la práctica de las buenas obras, costumbres piadosas y ritos ceremoniales, hacía justa la persona y le aseguraba la salvación.
A partir de esta interpretación, habían llegado a formular y exigir una moral rigorista, hecha de casuística, sobre lo lícito y lo ilícito, determinado por el cumplimiento o incumplimiento de los 350 preceptos en que los rabinos habían pormenorizado la ley de Moisés. Todo se volvía imprescindible para poder sentirse salvado.
Jesús echa por tierra esta moral y propone otra que brota del corazón, que se basa en una relación personal, amorosa y confiada con el Padre, y busca hacer su voluntad, tal como se nos expresa en sus preceptos divinos –que ningún principio de moralidad, por “perfecto” que sea puede eludir– y que se condensa y perfecciona en el único y principal mandamiento que Él nos dejó, el del amor.
Obrando así, la práctica de la fe, que se define como seguimiento de Cristo, no lleva a sentirse agobiado y cansado por el peso de la ley, sino libre –como dice Pablo– para discernir en todo momento cuál es lo bueno, lo agradable a Dios y lo perfecto que se ha de elegir (Rom 12, 2).
El ejemplo de Jesús ilumina. Cumple la ley, como judío fiel que es y por su adhesión filial a la voluntad del Padre, pero no duda en mostrarse libre frente a la materialidad de la ley y anteponer a ella en cada caso las exigencias perentorias del amor: como en el caso de los enfermos que cura en día sábado, infringiendo a los ojos de los fariseos y escribas el precepto del descanso sabático, o cuando libera a sus discípulos de las exigencias tradicionales de las purificaciones y de los ayunos rituales.
En los versículos siguientes de este capítulo 5 de Mateo se verá a Jesús atribuyéndose una autoridad que sólo de Dios le podía venir para modificar el núcleo mismo de la ley, los mandamientos de Dios, superar el literalismo legal y enseñar una justicia más elevada, que brota del interior y se manifiesta más en un estilo de vida, que en un cumplimiento mecánico de normas.
Cuando Jesús dice: ¡No piensen que yo he venido a echar abajo la ley y los profetas! No he venido a echar abajo sino a dar cumplimiento, no propone un incremento cuantitativo de los preceptos de la Torá, sino una intensificación cualitativa –en términos de amor– que configura un estilo de vida ante Dios.
Muchos, por buscar seguridad, quieren “saber qué debo hacer para ganar la vida eterna”; les resulta difícil e insuficiente guiarse por el amor y temen que con esta actitud de discernimiento continuo se abre campo a la laxitud y relajación. Evidentemente es cierto que podemos negar y abusar del amor; pero eso lo hacemos nosotros, no Dios.
No hay nada más frágil y vulnerable que el amor. Por eso hay que cuidarlo. Podemos aprovecharnos del amor que recibimos: de su entrega, de su confianza, de su incapacidad para vengarse. Pero una vez afirmadas estas cautelas (que tienen que ver con nuestra respuesta humana al amor), queda en pie esta verdad: si creyésemos en el amor que Dios nos tiene, nuestra vida cambiaría.
Lo dijo Jesús a la Samaritana: “¡Si conocieras el don de Dios…! Es decir, si dejáramos que el Espíritu del Señor nos guiara, veríamos que, en efecto, el amor es frágil y vulnerable, pero también que nada hay más fuerte y exigente que el amor. Sólo que su exigencia es distinta: nace de dentro, no se vive como obligación impuesta, no genera resentimiento, tiene el sentido de la gratuidad, la alegría, la libertad. “No es posible decir a qué alturas nos puede llevar el amor.
El amor
nos une a Dios; el amor «cubre multitud de pecados» (1P 4,8), el amor lo
aguanta todo, lo soporta todo (1Co 13,7). El amor no es hinchado ni egoísta, no
crea división, no empuja a la ruptura; el amor lo hace todo en paz. El amor
conduce a la perfección a los elegidos de Dios y, sin él, no hay nada que
agrade a Dios. Por el amor, el Maestro nos atrae hacia Él. Por su amor a
nosotros, Jesucristo derramó su sangre por nosotros, entregó su vida por
salvarnos” (San Clemente Romano doctor de la Iglesia).
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