sábado, 1 de junio de 2019

La tristeza y la alegría (Jn 16, 23-28)

P. Carlos Cardó SJ
Paisaje en L’Estaque, óleo sobre lienzo de George Braque (1906 – 1907), Museo Guggenheim, Bilbao, España
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Yo les aseguro: cuanto pidan al Padre en mi nombre, se lo concederá. Hasta ahora no han pedido nada en mi nombre. Pidan y recibirán, para que su alegría sea completa. Les he dicho estas cosas en parábolas; pero se acerca la hora en que ya no les hablaré en parábolas, sino que les hablaré del Padre abiertamente. En aquel día pedirán en mi nombre, y no les digo que rogaré por ustedes al Padre, pues el Padre mismo los ama, porque ustedes me han amado y han creído que salí del Padre. Yo salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre".
Pidan y recibirán; así serán colmados de alegría. En su despedida, Jesús habla de la alegría que quiere dar a sus discípulos como fruto de su triunfo en la cruz y resurrección. Quiere hacerles ver que su fe en Él los hará capaces de vivir en una alegría constante, que supera la que pueden obtener de sus bienes propios y de sus éxitos personales, y les hará mantener la esperanza a pesar de las pruebas y dificultades de la vida.
La alegría no es un componente secundario o accidental de la vida cristiana, sino un estado continuo en el que debe vivir el cristiano y que no debe perder. Por eso mismo, no se trata de cualquier alegría. No puede darse sin la libertad propia de las personas, sin la paz que es fruto de la justicia en las relaciones humanas en sociedad, sin la fraternidad que expresa el amor mutuo y la igualdad esencial de todas las personas, y sin la comunión con Dios, cuyo rostro se busca en la oración cotidiana y su presencia se experimenta por la fe. No es, por tanto, una alegría barata y fácil.
Los tiempos que vivimos, al igual que los de Jesús, ponen ante nuestros ojos, y a veces nos hacen vivir en carne propia, mil formas distintas de falta de libertad, paz, fraternidad y sentido religioso. La alegría de la que Jesús habla no puede pasar por encima de nuestra realidad. Él nos la da para que podamos afirmar nuestra libertad y dignidad frente a todo abuso u opresión; para mantener la paz en nuestros corazones y construirla en la sociedad por medio de la justicia; y para movernos en todo con el sentido de Dios que nos hace trascender las realidades puramente temporales.
Los evangelios no se escribieron en circunstancias felices. El evangelio de Juan, concretamente, surgió en una comunidad que había ya experimentado las persecuciones con que se quiso destruir desde sus inicios la fe cristiana. Jesús mismo habla de la alegría en su cena de despedida, cuando sabe ya que le espera la cruz.
Tampoco las más bellas páginas de la Biblia sobre la alegría, la esperanza y la realización del anhelo del hombre fueron escritas en los tiempos de prosperidad de Israel, sino en tiempos de sus mayores crisis. Los profetas enseñaron al pueblo a afirmarse en la esperanza cuando más desesperado estaba en el exilio.
Y la razón fundamental por la que se puede conservar la alegría del corazón en cualquier circunstancia la da San Pablo: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (Rom 8, 31). Por consiguiente, no es que el dolor cause alegría –obviamente eso no se puede decir–, ni que sea bueno soñar en una existencia sin cruz, sin sufrimientos y penas. La alegría surge cuando, por la fe, se asume el dolor no como fatalidad, sino como ocasión para sentir la presencia solidaria de Jesús, que llena con su amor todo el abatimiento y consternación que produce.
Las pruebas y sufrimientos inherentes a la existencia terrena se aprecian así ya no de manera puramente resignada y pasiva, sino como oportunidad para que nazca algo nuevo cargado de sentido. Es el significado de la imagen de la parturienta que sabe que sus dolores anteceden a la alegría por el nacimiento del niño.
Jesús hace ver también que la alegría verdadera es un don de lo alto. No es alegría completa ni duradera la que se busca ganando más y más dinero ni logrando éxitos según el mundo. La alegría verdadera es la que proviene de lo que Dios hace en nuestro favor. Se trata, por tanto, de poner como fundamento de nuestra dicha y felicidad la fidelidad del amor de Dios, que nos asegura siempre con su presencia a nuestro lado el poder de su resurrección sobre la maldad del mundo y sobre nuestros errores y pecado. De todo esto saldremos triunfantes gracias a aquel que nos amó (Rom 8, 37).
Finalmente, el tiempo que transcurre entre la partida del Señor y su retorno queda designado por Jesús como el tiempo de la esperanza, que se alimenta con la oración confiada y eficaz. En ese día, es decir, en el tiempo de su presencia resucitada, en el día del Señor en que vivimos, ya no tendrán necesidad de preguntarme (pedirme) nada. Les aseguro que el Padre les concederá todo.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.