P. Carlos Cardó SJ
Paisaje en L’Estaque, óleo sobre
lienzo de George Braque (1906 – 1907), Museo Guggenheim, Bilbao, España
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Yo les aseguro: cuanto pidan al Padre en mi nombre, se lo concederá. Hasta ahora no han pedido nada en mi nombre. Pidan y recibirán, para que su alegría sea completa. Les he dicho estas cosas en parábolas; pero se acerca la hora en que ya no les hablaré en parábolas, sino que les hablaré del Padre abiertamente. En aquel día pedirán en mi nombre, y no les digo que rogaré por ustedes al Padre, pues el Padre mismo los ama, porque ustedes me han amado y han creído que salí del Padre. Yo salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre".
Pidan
y recibirán; así serán colmados de alegría. En su
despedida, Jesús habla de la alegría que quiere dar a sus discípulos como fruto
de su triunfo en la cruz y resurrección. Quiere hacerles ver que su fe en Él
los hará capaces de vivir en una alegría constante, que supera la que pueden
obtener de sus bienes propios y de sus éxitos personales, y les hará mantener
la esperanza a pesar de las pruebas y dificultades de la vida.
La alegría no es un componente
secundario o accidental de la vida cristiana, sino un estado continuo en el que
debe vivir el cristiano y que no debe perder. Por eso mismo, no se trata de
cualquier alegría. No puede darse sin la libertad propia de las personas, sin
la paz que es fruto de la justicia en las relaciones humanas en sociedad, sin
la fraternidad que expresa el amor mutuo y la igualdad esencial de todas las
personas, y sin la comunión con Dios, cuyo rostro se busca en la oración
cotidiana y su presencia se experimenta por la fe. No es, por tanto, una
alegría barata y fácil.
Los tiempos que vivimos, al igual
que los de Jesús, ponen ante nuestros ojos, y a veces nos hacen vivir en carne
propia, mil formas distintas de falta de libertad, paz, fraternidad y sentido
religioso. La alegría de la que Jesús habla no puede pasar por encima de
nuestra realidad. Él nos la da para que podamos afirmar nuestra libertad y
dignidad frente a todo abuso u opresión; para mantener la paz en nuestros
corazones y construirla en la sociedad por medio de la justicia; y para
movernos en todo con el sentido de Dios que nos hace trascender las realidades
puramente temporales.
Los evangelios no se escribieron
en circunstancias felices. El evangelio de Juan, concretamente, surgió en una
comunidad que había ya experimentado las persecuciones con que se quiso
destruir desde sus inicios la fe cristiana. Jesús mismo habla de la alegría en
su cena de despedida, cuando sabe ya que le espera la cruz.
Tampoco las más bellas páginas de
la Biblia sobre la alegría, la esperanza y la realización del anhelo del hombre
fueron escritas en los tiempos de prosperidad de Israel, sino en tiempos de sus
mayores crisis. Los profetas enseñaron al pueblo a afirmarse en la esperanza
cuando más desesperado estaba en el exilio.
Y la razón fundamental por la que
se puede conservar la alegría del corazón en cualquier circunstancia la da San
Pablo: Si Dios está con nosotros, ¿quién
estará contra nosotros? (Rom 8, 31). Por consiguiente, no es que el dolor
cause alegría –obviamente eso no se puede decir–, ni que sea bueno soñar en una
existencia sin cruz, sin sufrimientos y penas. La alegría surge cuando, por la
fe, se asume el dolor no como fatalidad, sino como ocasión para sentir la
presencia solidaria de Jesús, que llena con su amor todo el abatimiento y consternación
que produce.
Las pruebas y sufrimientos
inherentes a la existencia terrena se aprecian así ya no de manera puramente
resignada y pasiva, sino como oportunidad para que nazca algo nuevo cargado de
sentido. Es el significado de la imagen de la parturienta que sabe que sus
dolores anteceden a la alegría por el nacimiento del niño.
Jesús hace ver también que la alegría
verdadera es un don de lo alto. No es alegría completa ni duradera la que se
busca ganando más y más dinero ni logrando éxitos según el mundo. La alegría
verdadera es la que proviene de lo que Dios hace en nuestro favor. Se trata,
por tanto, de poner como fundamento de nuestra dicha y felicidad la fidelidad
del amor de Dios, que nos asegura siempre con su presencia a nuestro lado el
poder de su resurrección sobre la maldad del mundo y sobre nuestros errores y
pecado. De todo esto saldremos
triunfantes gracias a aquel que nos amó (Rom 8, 37).
Finalmente, el tiempo que
transcurre entre la partida del Señor y su retorno queda designado por Jesús
como el tiempo de la esperanza, que se alimenta con la oración confiada y
eficaz. En ese día, es decir, en el
tiempo de su presencia resucitada, en
el día del Señor en que vivimos, ya no tendrán necesidad de preguntarme
(pedirme) nada. Les aseguro que el Padre les concederá todo.
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