P. Carlos Cardó SJ
La
trinidad, óleo sobre lienzo de Domenikos Theotokopoulos El Greco (1577 - 1579), Museo Nacional del Prado, Madrid, España
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Aún tengo muchas cosas que decirles, pero todavía no las pueden comprender. Pero cuando venga el Espíritu de la verdad, él los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder.Él me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando.Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho que tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes".
Celebramos
la fiesta de la Santísima Trinidad. Pedimos la gracia de conocer este gran
misterio. Pero “misterio” no es una suerte de enigma que no se puede comprender.
Para los cristianos es una verdad revelada, es decir, que conocemos porque
alguien, en quien confiamos plenamente, nos las ha comunicado y que, una vez
acogida, no deja de dársenos a conocer, transformando nuestra vida, dándole
sentido y calidad.
El
misterio de la Trinidad nos dice que Dios es comunidad de personas. No es un ente abstracto y lejanísimo, sino vida y fuente de vida, y
por eso es comunidad y relación. La expresión de San Juan: “Dios es amor” pone de relieve la relación
amorosa que constituye el ser de Dios: el que ama (el Padre), el que es amado
(el Hijo) y el amor con que se aman y se unen (el Espíritu Santo). Y como hemos
sido creados a su imagen, los seres humanos alcanzamos nuestro pleno desarrollo
en nuestra relación de hijos e hijas para con Dios y de hermanos y hermanos
entre nosotros. Es lo que deseamos realizar con la bendición del comienzo de la
misa: “La gracia de nuestro Señor
Jesucristo, el amor del Padre y la comunión en el Espíritu santo estén con ustedes”
(2 Cor 13, 11-13).
Los
israelitas fueron intuyendo progresivamente a lo largo de su historia, y
siempre de manera velada y fragmentaria, el misterio del único Dios en tres personas.
Vieron a Dios como Padre, creador y señor, que por pura benevolencia había escogido
a Israel para desde él ofrecer a la humanidad el don de la salvación. Experimentaron
también el misterio de Dios al sentir la fuerza, que como fuego o viento
impetuoso (espíritu) sostiene y orienta la creación, ilumina las mentes,
dispone los corazones para el amor e instruye en el recto obrar.
Y también por
inspiración de los profetas, llegaron a intuir que, en el tiempo fijado, Dios
enviaría un Salvador, un Mesías. Anunciado como luz de las naciones, pastor,
maestro y servidor, el Mesías haría posible la máxima cercanía de Dios con los
hombres, y sería llamado Emmanuel, Dios con nosotros.
Pero
podemos afirmar que sólo con Jesús de Nazaret, con su palabra y sus actitudes, en
su vida y en su muerte, se abrió para la humanidad el camino al conocimiento de
Dios Trinidad. Ante la revelación de Dios en Jesús de Nazaret, las antiguas intuiciones
de los profetas quedan opacadas.
Podemos decir
que, sin Jesús, difícilmente habríamos podido conocer que, en efecto, Dios realiza
la unidad de su ser en tres personas: como el Padre a quien Jesús ora y se
entrega hasta la muerte y es quien lo resucita; como el Hijo que está junto al
Padre, nos transmite todo su amor liberador y en quien el mismo Dios se nos hace
presente al modo humano; y como el Espíritu Santo que es la presencia continua
del amor de Dios en nosotros y en la historia.
Jesús mantuvo
con Dios una singular relación de intimidad, que él expresaba con el lenguaje
con que un hijo se dirige a su padre llamándole: Abbá. Mantuvo con él la más absoluta confianza: Tú siempre me escuchas, decía en su
oración; mi alimento es hacer la voluntad
de mi Padre; mi Padre me ha enviado y yo vivo por él; las palabras que les digo
se las he oído a mi Padre; mi padre y yo somos una misma cosa.
Asimismo, Jesús
reclamó para sí la plena posesión del Espíritu divino. Se aplicó, sin temor a
ser tenido por pretencioso y blasfemo, las palabras de Isaías: El Espíritu del Señor está sobre mí porque
me ha consagrado; me ha enviado a anunciar la buena nueva a las naciones... (Lc
4, 18-19; Is 61, 1-2). Y después de
su resurrección, envió desde el Padre al Espíritu Santo para llevar a plenitud
su obra en el mundo. Por este mismo Espíritu tenemos acceso a Jesucristo, lo
adoramos como Dios y hombre verdadero.
Por Él también
tenemos acceso al Padre como hijos e hijas, liberados de todo temor. Por Él formamos
entre todos una familia especial, más allá de toda diferencia, la Iglesia en la
que Cristo se prolonga por toda la historia. Este
es el núcleo central de nuestra fe: un solo Dios que en cuanto Padre crea
familia, que en cuanto Hijo crea fraternidad y en cuanto Espíritu Santo crea
comunidad.
De este modo, el misterio de la Trinidad se convierte en
nuestro propio misterio: nos realizamos a imagen de Dios no como individuos aislados sino formando la
comunidad humana. Misterio
de comunión, la Trinidad nos hace apreciar esta verdad que da sentido a la vida:
la verdad de la comunión fraterna, de la solidaridad, del respeto y la mutua
comprensión, del afecto y la bondad, en una palabra, la verdad del amor.
Por eso,
la fe en Dios Trinidad, encuentra en el amor humano su expresión más cercana y
sugerente. En la unión amorosa del hombre y de la mujer, de la que nace el
niño, podemos tener una continua fuente de inspiración para nuestra oración y
para nuestro empeño diario por hacer de este mundo un verdadero hogar.
El
misterio de la Trinidad Santa no es, pues, una teoría ni un dogma racional. Es una
verdad que ha de ser llevada a la práctica. Porque quien confiesa a Dios como
Trinidad, vive la pasión de construir comunidad. La Trinidad le inspira sus
acciones y decisiones para que todo contribuya a crear una sociedad en la que
sea posible sentir a Dios como Padre, a Jesucristo como hermano que da su vida
por nosotros, y al Espíritu como fuerza del amor que une los corazones para formar
entre todos una sola familia.
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