P. Carlos Cardó SJ
Mujer en oración, grafito en papel texturizado de
Pierre-Édouard Frère (1862), museo Walters, Baltimore, Estados Unidos Cuando pidan a Dios, no imiten a los paganos con sus letanías interminables: ellos creen que un bombardeo de palabras hará que se los oiga. No hagan como ellos, pues antes de que ustedes pidan, su Padre ya sabe lo que necesitan. Ustedes, pues, recen así:“Padre nuestro, que estás en el Cielo, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo. Danos hoy el pan que nos corresponde; y perdona nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del Maligno”.Porque si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, también el Padre celestial les perdonará a ustedes. Pero si ustedes no perdonan a los demás, tampoco el Padre les perdonará a ustedes."
Al orar no hablen mucho, dice Jesús a
sus discípulos, porque su Padre sabe lo
que ustedes necesitan antes de que se lo pidan. Recomienda también orar en
la habitación con la puerta cerrada para no ser vistos (Mt 6, 6). Pero no se trata de un encuentro con dos personas
solitarias. El Señor siempre es Trinidad, comunidad de personas; y nosotros siempre
somos también comunidad, Iglesia, mundo. Por eso, las tres
primeras peticiones del Padrenuestro se refieren al Padre celestial aquí en la
tierra, y las otras cuatro a la necesidad que tenemos de sus dones para vivir como
hijos suyos y hermanos.
Padre. Poder
decir Abba a Dios es el gran don de
Jesús. Al hacerlo, nos afirmarnos como hijos e hijas suyos, creados por amor,
amados por sí mismos; más aún, amados con el amor que el Padre tiene por su
Hijo. Quien, movido por el Espíritu de Jesús, se atreve a decir Abba a Dios, experimenta el amor que
Dios le tiene: un amor misericordioso y propicio, que estará siempre con él; y esta
experiencia afirmará su vida para siempre con una confianza básica que le hará
capaz de decir en cualquier circunstancia:
¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8, 32ss).
Santificado sea tu nombre. Significa
darle a Dios en la vida el lugar central que se merece. Jesús santificó su
Nombre. Padre, yo les he dado a conocer
tu Nombre y se los daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté
en ellos y yo en ellos (Jn 17,26). Santificamos el nombre de Dios cuando
nos rendimos a Él sin miedo a nuestras limitaciones ni a la muerte.
Santificamos su nombre cuando reconocemos como un don de su paternidad lo que
somos y tenemos. Quien no reconoce la paternidad de Dios pretende hacerse padre
de sí mismo, y busca sólo su propia gloria. De esta ignorancia, raíz del
pecado, nace el orgullo y la ambición, que nos aleja de Él, nos divide y
destruye la creación.
Venga tu reino. Es
la gran promesa de Dios, término seguro de la historia humana. Es la soberanía
de Dios que trae consigo el triunfo de la verdad y de la vida, de la santidad y
de la gracia, de la justicia, el amor y la paz en toda la creación. El reino
“ha llegado” en Jesús para cuantos se conviertan y crean en el evangelio; y
“vendrá” finalmente en su plenitud para revelar la gloria de su amor salvador.
Está entre nosotros oculto como la semilla sembrada que crece y se hace un
árbol (Lc 13,18s). Y es, en
definitiva, Jesucristo resucitado, que vuelve de la misma manera como se le vio
marcharse (Hech 1, 11). Nos toca
pedirlo, buscarlo, acogerlo (Lc 18,17).
La invocación apresura su venida mucho más que cualquier otra obra humana.
Hágase tu voluntad. Su
voluntad es el amor fraterno, la construcción de la fraternidad. Ahí es donde
se cumple toda justicia y se participa de su santidad. La voluntad de Dios no
puede ser sino el bien para sus hijos. Jesús la cumple porque entrega su vida
por los hermanos. En el cielo, la voluntad divina se cumple por el amor que
existe entre el Padre y el Hijo; en la tierra, por el Espíritu que nos hace
vivir como hermanos y hermanas, partícipes del amor de Dios.
Danos hoy nuestro pan.
El pan es vida. Así como la vida
biológica sirve para la vida eterna, el pan material sirve para el espiritual,
que es la Palabra y la Eucaristía. Ambos panes pedimos y no por separado, sino
en continuidad uno y otro. Por el pan material no debemos inquietarnos, pues el Padre sabe lo que necesitamos (Lc 12,
22-31). Quien tiene el pan espiritual, trabaja, recibe y comparte. Pedir el pan
no significa forzar la mano de Dios, obligarlo; es reconocerlo como el
principio de la propia vida y no vivir con el miedo a la muerte. Y es el pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da se comparte. Si no es pan nuestro, si no se comparte, genera
división. Quien no comparte no ve en el prójimo a un hermano y, por tanto, no tiene
derecho a llamar Padre a Dios.
Perdónanos nuestros pecados. El
pan de la vida es el amor que Dios da (por gracia) a todos, incluso al que ha
pecado. Per-donar es la acción intensa y completa del donar. Es regalar o ceder
voluntaria y gratuitamente. Jurídicamente los latinos llamaban perdón a la
acción del acreedor de ceder definitivamente al deudor aquello que le debía. Es
lo que hace Dios con nosotros y, al hacerlo, nos hace capaces de perdonarnos. Porque
somos perdonados, también perdonamos.
El cristiano no es justo sino justificado; no es perfecto sino misericordioso;
no es santo sino favorecido con la gracia del único Santo que es Dios; no es
fuerte contra el mal sino compasivo con el que ha caído. Por eso no condena,
sino perdona.
No nos dejes caer en tentación.
No pedimos que nos libre de la prueba –componente de la vida temporal–, sino
que nos proteja para no sucumbir. La tentación viene de mis debilidades y del
miedo a la necesidad que se alía con el egoísmo. Pero “Dios es fiel y no
permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la
tentación recibirán fuerzas suficientes para superarla” (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza en el
Padre, que nos arranca del amor de Dios. Pero “esta es la victoria que ha
vencido al mundo: nuestra fe” (1 Jn 5,4).
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