P.
Carlos Cardó SJ
Después del diálogo de Jesús Resucitado con Pedro, en el que le ha
ratificado en la misión de apacentar su rebaño, aparece en escena el discípulo
a quien tanto quería. Lo que sigue va a ser una constatación de que en la
comunidad eclesial hay distintas formas de seguimiento de Jesús y distintas funciones
y carismas que deben coexistir en armonía. Pedro representa a la iglesia
jerárquica, el discípulo amado simboliza a los cristianos que, mediante el trato
personal con el Señor y la entrega a los demás, testimonian hasta el fin de los
siglos el amor salvador con que Dios nos ha amado en su Hijo.
Pedro
miró alrededor y vio que, detrás de ellos, venía el otro discípulo al que Jesús
tanto amaba. Su triple confesión de amor, que ha anulado su triple negación y
ha hecho posible que el Señor le confiera la misión de pastorear a su rebaño,
ha concluido con la orden: Sígueme. Se
ha abierto para él un futuro nuevo, el inicio de un auténtico seguimiento de
Jesús, que le ha de llevar hasta la aceptación de su mismo destino de cruz. Pedro
mira alrededor y ve que el discípulo a quien Jesús tanto quería, viene
siguiendo, porque él nunca ha dejado de seguir al Señor.
Advierte entonces la importancia que tiene este discípulo: no ejerce
un cargo de autoridad, pero sí testimonia un hondo conocimiento de Jesús y un
profundo amor a su persona y a su obra. Es el discípulo que, durante la cena,
apoyó su cabeza sobre el pecho de Jesús, el que estuvo con la Madre al pie de
la cruz y miró al que atravesaron (19,35). Este discípulo tiene la capacidad de
escuchar al Señor y de reconocerlo allí donde no es reconocido por los demás,
como hizo en la barca cuando dijo a Pedro: Es
el Señor.
Él representa a la comunidad donde se gestó y escribió el cuarto
evangelio (21, 24) y personifica al mismo tiempo al auténtico seguidor de
Cristo, que, porque haber sido amado primero (13,23; cf. 1 Jn 4,19)
tiene un gran amor al Señor y ama a los demás con el amor con que Cristo los
amó.
La condición de este discípulo, llevada al nivel de lo
emblemático, nunca tendrá que faltar en la Iglesia. Las palabras de Jesús a
Pedro: Si yo quiero que él permanezca
hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme, no se refieren a la vida
temporal que iba a tener el autor del cuarto evangelio, sino al amor que ha de
mostrarse en la comunidad como prueba y testimonio de que, con la entrega de
Jesús en la cruz y su resurrección, el amor salvador de Dios ha vencido al
pecado y a la muerte.
Cristo Resucitado sigue actuando en su Iglesia a través del
servicio que Pedro, como vicario suyo, debe ejercer; pero actúa también en el
servicio del discípulo, cuya intimidad con él le mueve a actuar con aquel amor
que es el testimonio más creíble de la salvación que Dios ofrece.
Queda claro, pues, que lo más importante en la Iglesia es la
demostración del amor en todos los servicios, funciones y misiones que en ella
se ejerzan. Eso es lo que nunca puede faltar, lo que debe permanecer. Especialmente
usado y valorado por Juan, el verbo permanecer,
y su sinónimo habitar, recuerdan a la
Iglesia que lo decisivo para poder dar fruto es la unión con Cristo y con los
hermanos. Ese es el “espacio” donde debe permanecer.
Por su parte el creyente recuerda también que el vínculo personal
con el Señor es fundamental, cualquiera que sea el camino que debe recorrer y
afrontar en su seguimiento. Pero en definitiva uno solo es el camino, el del
amor que sostiene el aliento del discípulo a lo largo de
la historia: ¡Ven, Señor, Jesús! Ven
a dar cumplimiento a la unión perfecta que esperamos, para que seas uno en
nosotros como el Padre y tú son uno.
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