domingo, 2 de junio de 2019

Homilía del VII Domingo de Pascua - Ascensión del Señor (Lc 24, 46-53)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús asciende al cielo, óleo sobre lienzo de John Singleton Copley (1775), Museo de Bellas Artes de Boston, Estados Unidos
En aquel tiempo, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo:“Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto.Ahora yo les voy a enviar al que mi Padre les prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad, hasta que reciban la fuerza de lo alto”.Después salió con ellos fuera de la ciudad, hacia un lugar cercano a Betania; levantando las manos, los bendijo, y mientras los bendecía, se fue apartando de ellos y elevándose al cielo.Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén, llenos de gozo, y permanecían constantemente en el templo, alabando a Dios.
El Señor se va, pero hace de su partida un motivo de alegría y una garantía de la confianza con que sus discípulos deben abordar el tiempo de la separación –tiempo intermedio, tiempo de la Iglesia.
Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos, les había dicho. Ahora los bendice. Despierta en ellos el deseo de volverlo a ver y les da la garantía de que no los abandona nunca. La comunidad que vive de este deseo y de esta fe, animada por el amor que él ha suscitado en ella, tiene que ser en adelante el signo de su presencia viva en la historia. Ustedes serán mis testigos.
La ascensión, partida del Señor, pone término a su vida terrena e inaugura al mismo tiempo su gloria. Da inicio también al tiempo de los creyentes, tiempo eclesial, tiempo del testimonio y de la preparación de su Reino, tiempo de la esperanza y de la peregrinación, de la siembra y de la lenta germinación de la semilla, tiempo del crecimiento del trigo junto con la cizaña, tiempo de la memoria que actualiza su obra entre nosotros, y tiempo del deseo anhelante “Marana Thá”, “Ven, Señor”.
Al elevarse a las alturas, llevado por su propio deseo, el amor del Hijo por su Padre, Jesús asume y recoge en sí todos los deseos de la persona humana. Su elevación nos da la certeza de hallar lo que buscamos, de hallar lo que nos ha prometido. Los recuerdos que de ahora en adelante hablen de él, excluirán toda nostalgia. Jesús vive y volverá.
El recuerdo de Jesús congregará a los suyos y, a la vez, la comunidad fraterna será memoria viva de Jesús. El amor fraterno no es una orden venida del exterior, sino la continuación de su propio amor, la vida que permanece, la vida de él en ellos.
A partir de ahí no se le puede buscar entre las nubes sino en la tierra en donde permanece. Cristo no se escapa, no abandona el mundo, está en el corazón de la historia. Huir de este mundo es una tentación porque Cristo no ha huido. Los ángeles de la ascensión corrigen a los apóstoles que miran alelados al cielo. Ellos expresan a los apóstoles el deseo de Cristo resucitado de que su Iglesia mire hacia la tierra, donde ha de realizar su gran misión: anunciar la Buena Noticia de su liberación a tantos seres humanos que sufren en el cuerpo y en el espíritu.
Hacia la tierra es donde hay que mirar, porque es aquí donde están los intereses de Dios en favor de la vida de sus hijos. Y, al mismo tiempo, la ascensión nos hace ver que somos “ciudadanos del cielo”, anunciadores de una esperanza que mira más allá de las cosas de este mundo que pasa. La ascensión nos hace amar la vida y defenderla, porque ha sido creada por Dios y asumida por su Hijo Jesucristo quien, por su resurrección y ascensión, la ha llevado junto a Dios, al lugar que le corresponde.
Y yo mandaré sobre ustedes lo que mi Padre tiene prometido; quédense en la ciudad hasta que de lo alto los revistan de fuerza (Lc 24,49). ...Tendréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes para que sean mis testigos...hasta los confines del mundo (Hech 1,8). La venida del Espíritu pondrá de manifiesto su presencia secreta. Por medio del Espíritu se perpetuará el recuerdo de Jesús hasta que vuelva, se mantendrá vivo en el corazón de la Iglesia.
La Iglesia, a su vez, permanecerá unida, celebrando en tantos países diversos el memorial de su Señor, el sacramento de la comunión y de la presencia, fuente de eucaristía, es decir de alegría y acción de gracias.
Así, pues, la fiesta de hoy nos lleva a echar una mirada esperanzada y gozosa al mundo. Y bienaventurados los que aun no viendo, creen.

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