sábado, 2 de octubre de 2021

Si no se hacen ustedes como niños… (Mt 18, 1-5.10)

 P. Carlos Cardó SJ

Cristo bendice a los niños, óleo sobre lienzo de Antoine Ansiaux (siglo XIX), Museo Nacional del Castillo de Versalles y de Trianon, París, Francia

En aquel momento los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: «¿Quién es el más grande en el Reino de los Cielos?».
Jesús llamó a un niñito, lo colocó en medio de los discípulos, y declaró: «En verdad les digo: si no cambian y no llegan a ser como niños, nunca entrarán en el Reino de los Cielos. El que se haga pequeño como este niño, ése será el más grande en el Reino de los Cielos. Y el que recibe en mi nombre a un niño como éste, a mí me recibe. Cuídense, no desprecien a ninguno de estos pequeños. Pues yo se lo digo: sus ángeles en el Cielo contemplan sin cesar la cara de mi Padre del Cielo».

Jesús establece el criterio que determina la calidad de las personas en la comunidad. Uno se hace grande cuando se hace como los niños. ¿Pero esto que significa? Para nosotros, niño significa ternura, inocencia, sencillez, espontaneidad; para los griegos, los niños eran también los siervos, los esclavos, los cautivos; y para los hebreos, el niño –al igual que la madre– era propiedad del varón, no contaba, no tenía derechos propios. Siempre y en todas partes, niño es el que tiene necesidad de todo y es lo que los otros le hacen ser. Existe sólo si hay alguien que lo toma bajo su cuidado y pertenencia.

Dicho esto, lo que nos quiere decir el evangelio es que, en vez de andar en la vida como “los grandes” que se satisfacen a sí mismos, creyendo no deber nada a nadie ni tener necesidad de nadie, podemos renacer, volver a hacernos niños (Jn 3,1ss) para alcanzar nuestra condición más auténtica, la propia del hijo que, en su dependencia de Dios, su Padre, halla su capacidad de crecimiento, libertad y autonomía.

Este adulto convertido en niño se siente acogido y acoge, sabe que todo lo ha recibido por gracia y que debe dar gratis lo que gratis ha recibido. Sabe que no se ha dado la vida a sí mismo y que puede perderla, sabe que puede vivirla disfrutándola para sí solo o entregarla al servicio de los otros. Sabe, en fin, que en todo momento puede abandonarse en brazos de su padre, porque el resultado final no dependerá sólo de él sino de Dios. Este abandono confiado en Dios, lo expresa gráficamente el Salmo 131: Señor, mi corazón no es soberbio ni mis ojos altaneros. No pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos: como un niño en brazos de su madre. Con esta quietud interior se desenvuelve en toda circunstancia de su vida.

No se trata ya de la primera infancia, sino de aquella que es propia del adulto que ejercita su libertad. Es como inocencia recuperada. A esta “infancia espiritual”, costosa en verdad, se refería Jesús cuando bendecía a los niños y prometía el reino de los cielos, a los que se asemejan a ellos. Son los que pueden tratar con Dios con entera confianza y llamarlo Abba, padre.

Así, pues, el hacerse niño no tiene nada que ver con el infantilismo, fruto de una mala educación de los instintos, tendencias y afectos. Infantil es el insatisfecho, que no hace más que buscar satisfacer su ansia de ser acogido, nutrido, sostenido. Infantil es el que se aferra a los demás y a las cosas, exige, demanda y manipula, pero sin corresponder y, en definitiva, sin poder valerse por sus propios medios. El niño del evangelio, en cambio, tiene como modelo de inspiración la personalidad de Jesucristo, el hombre libre.

Hacerse como niños en relación a Dios y a los prójimos, reconocer la propia necesidad, rechazando todo orgullo y autosuficiencia es vivir como auténticos discípulos de Cristo y es para Mateo el centro de los valores cristianos que la Iglesia debe mostrar. Los creyentes tienen delante un modelo altísimo: deben aprender de Jesús, que era manso y humilde de corazón (no violento ni altanero) y procurar proceder en todo como Él y realizarse humanamente como Él.

El versículo referente a los ángeles, que cuidan de los pequeños y contemplan sin cesar el rostro de Dios, habla del especial amor y protección que Dios tiene a los niños y sirve de motivación para valorar la vida de los pequeños, de los pobres y de los débiles que valen y cuentan mucho para Dios. Con ellos se identificó el Hijo de Dios y a los que son como ellos les promete su reino.

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