domingo, 10 de octubre de 2021

Homilía del Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario – El desprendimiento de la riqueza (Mc 10, 17-30)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo y el joven rico, óleo sobre lienzo de Andrei Mironov (2010), galería de pinturas de Andrei Mironov, Ryazan, Rusia

En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó corriendo un hombre, se arrodilló ante él y le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?".
Jesús le contestó: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, no cometerás fraudes, honrarás a tu padre y a tu madre".

Entonces él le contestó: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde muy joven".
 Jesús lo miró con amor y le dijo: "Sólo una cosa te falta: Ve y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro en los cielos. Después, ven y sígueme".
Pero al oír estas palabras, el hombre se entristeció y se fue apesadumbrado, porque tenía muchos bienes.
Jesús, mirando a su alrededor, dijo entonces a sus discípulos: "¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!".
Los discípulos quedaron sorprendidos ante estas palabras; pero Jesús insistió: "Hijitos, ¡qué difícil es para los que confían en las riquezas, entrar en el Reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios".
Ellos se asombraron todavía más y comentaban entre sí: "Entonces, ¿quién puede salvarse?".
Jesús, mirándolos fijamente, les dijo: "Es imposible para los hombres, mas no para Dios. Para Dios todo es posible".
Entonces Pedro le dijo a Jesús: "Señor, ya ves que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte".
Jesús le respondió: "Yo les aseguro: Nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, dejará de recibir, en esta vida, el ciento por uno en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, junto con persecuciones, y en el otro mundo, la vida eterna".

El saludo con que se presenta ante Jesús: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?, era superior al que se daba a los rabinos. Por eso Jesús le replica: ¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Implícitamente lo invita a reconocer la bondad de Dios en su persona.

Aclarado esto, le responde a su pregunta, que no es una pregunta cualquiera. El joven quiere saber cómo alcanzar lo que toda persona anhela: una vida plena, bien lograda, realizada, no alienada, no errada ni echada a perder, es decir, la vida eterna que Dios dará a los que cumplen su voluntad.

Por eso Jesús plantea al joven la primera condición para lograrlo: la observancia de los mandamientos que tienen que ver con el amor al prójimo, es decir, no mates, no seas adultero, no robes, no des falsos testimonios, no estafes a nadie y honra a tus padres. El mandamiento que tiene que ver con el amor a Dios, lo deja para después y lo definirá como seguirle a él: ¡ven y sígueme! (v.21), porque en él Dios se revela como Dios-con-nosotros.

El joven queda insatisfecho, quiere algo más. Es una buena persona que desde niño se ha portado bien, conforme a la ley. Jesús, que valora el corazón de las personas, lo miró con cariño, dice el evangelio, y se animó a proponerle el mayor desafío: Una cosa te falta. Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo–  luego ven y sígueme. Tener un tesoro en el cielo, es decir, tener a Dios como el tesoro, ha de ser la motivación. Cuando es así, cuando Dios es lo más importante, la persona puede renunciar a los bienes y destinarlos a resolver las necesidades de los pobres.

Al oír esto, el joven puso mala cara y se alejó entristecido porque tenía muchos bienes. No se animó a seguir a Jesús y nunca más se supo de él. La riqueza que había acumulado le tenía agarrado el corazón y le hacía imposible creer que Dios podía ser su tesoro, y que podía situarse ante sus bienes de manera diferente para preferir a Dios y ayudar a los demás.  Debió afectarle mucho a Jesús, pues lo había mirado con cariño, pero Él no entra en componendas: Mirando alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de los cielos los que tienen riquezas!

Como en el caso del matrimonio indisoluble, también aquí los discípulos se quedaron asombrados. Y Jesús insistió: ¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entrar en el reino de Dios.

¿Por qué una frase tan categórica? Lo que Jesús quiere decir con ella, empleando un lenguaje sin duda adaptado a la mentalidad oriental, es que el dinero tiene un extraordinario poder de agarrar el corazón del hombre, hacerlo insensible a las necesidades de los demás, llevarlo a cometer injusticias y alejarlo de Dios. La ambición del dinero es una verdadera idolatría. Y es un hecho universal, pues todos sientan su tremenda atracción ya sean cristianos, judíos, musulmanes o ateos, en todas partes del mundo.

¿Acaso no es el dinero la causa de la mayoría de las corrupciones que afectan tanto a todos los países? ¿Acaso no es por el dinero que los hombres pierden hasta su honor y exponen aun a su propia familia a las desgracias más lamentables? Por eso Jesús emplea este lenguaje tan gráfico y tajante.  Es como si nos dijera: ¡Convénzanse, los bienes de este mundo son bendición y vida si se comparten, pero se tornan maldición y muerte si se acumulan para el propio provecho egoísta!

Lo que se retiene con ambición, divide; lo que se comparte, une. Emplear el dinero para llevar una vida digna y contribuir al desarrollo de la sociedad, generando fuentes de trabajo, compartiendo las ganancias con equidad y ayudando a promover la vida de la gente, en especial de los necesitados, eso significa tener en cuenta la soberanía de Dios. Sólo teniendo a Dios como lo más importante en la vida y rechazando al ídolo de la riqueza se puede vivir la alegría de una vida honesta, anticipo del gozo pleno y eterno del Reino.

Sólo la gracia, que Dios da a todos, puede hacer que el rico cambie de actitud frente a su riqueza y se salve. Este milagro ocurre cuando la persona se pone ante Jesús que le hace ver: Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón. El evangelio nos abre los ojos a lo que ocurrió desde los primeros tiempos del cristianismo y sigue ocurriendo hoy: con qué facilidad las personas se corrompen cuando entre ellas y Dios, entre ellas y el prójimo, entre ellas y el bien del país, se pone de por medio el ansia de dinero.

Sólo el respeto a los valores del evangelio y su aplicación a las relaciones en sociedad hará posible, como dijo el Papa Francisco en su primera exhortación, que se resuelvan los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y a la especulación financiera; que se ataquen las causas estructurales de la inequidad; que los gobernantes y los poderes financieros levanten la mirada y amplíen sus perspectivas; que procuren que haya trabajo digno, educación  y salud para todos; que quienes están esclavizados por una mentalidad indiferente y egoísta, puedan liberarse y alcancen un pensamiento más humano, más noble, más fecundo, que dignifique su paso por esta tierra (Cf. Evangelii gaudium, 202, 205, 208).

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