P. Carlos Cardó SJ
Un sábado Jesús fue a comer a la casa de uno de los fariseos más importantes, y ellos lo observaban. Por casualidad había delante de él un hombre que sufría de hinchazón. Jesús preguntó a los maestros de la Ley y a los fariseos: «¿Está permitido por la Ley curar en día sábado o no?»
Pero ninguno respondió. Jesús entonces se acercó al enfermo, lo curó y lo despidió. Después les dijo: «Si a uno de ustedes se le cae su burro o su buey en un pozo en día sábado, ¿acaso no va en seguida a sacarlo?».Y no pudieron contestarle.
Jesús notó que los invitados trataban de ocupar los puestos de honor, por lo que les dio esta lección: «Cuando alguien te invite a un banquete de bodas, no escojas el mejor lugar. Puede ocurrir que haya sido invitado otro más importante que tú, y el que los invitó a los dos venga y te diga: Deja tu lugar a esta persona. Y con gran vergüenza tendrás que ir a ocupar el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ponte en el último lugar y así, cuando llegue el que te invitó, te dirá: Amigo, ven más arriba. Esto será un gran honor para ti ante los demás invitados. Porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado».
Las comidas, en especial los banquetes, suelen tener un carácter
simbólico: son acontecimientos en los que se afirman valores o se establecen o
refuerzan relaciones sociales. El comer no sólo sirve para alimentar el cuerpo.
Una comida puede servir para iniciar o estrechar vínculos de amistad,
establecer pactos y alianzas o celebrar acontecimientos importantes para la
vida del grupo.
En Palestina, las comidas estaban regidas por normas tradicionales,
que Jesús no dudó en modificar para transmitir mejor el significado que el
banquete tenía en la predicación de los profetas: el banquete simbolizaba el
Reino de Dios. Por eso, en contra de lo establecido, Él no dudaba en comer con
publicanos y pecadores, para dar a entender que se debían superar las barreras
y divisiones entre la gente y, sobre todo, hacer ver que Dios acogía en su Reino
a los que, según las tradiciones judías, estaban excluidos de él. Por eso las comidas de Jesús son tan importantes
como sus curaciones de enfermos o el perdón que otorgaba a los pecadores.
El pasaje que comentamos, unido al de la curación de un enfermo en
sábado, muestra cómo los fariseos y maestros de la ley, al criticar esa actitud
de Jesús, no hacían otra cosa que manifestar su afán de dominio de lo religioso
para someter al pueblo. Manipulaban las normas sociales de los banquetes para
ocupar ellos los primeros lugares. Jesús desenmascara esta hipocresía y propone
en cambio la lógica del Reino: hay que hacerse pequeños para entrar en el Reino
de Dios. Su lógica es humildad, hecha de sinceridad, verdad y deseo de servir.
Así han de obrar los que lo siguen.
No es fácil predicar hoy la humildad, en una sociedad que, tras el
valor positivo de la búsqueda de superación personal, transmite imágenes falseadas
del éxito, o del “triunfador”, como modelo de identificación. La humildad
cristiana no frena la búsqueda del progreso personal y colectivo; lo que hace
es librar a la persona de la mentira: la lleva a la aceptación de sí misma, a
conocer sus limitaciones y debilidades, y la impulsa a obrar de acuerdo con ese
conocimiento. Ser humilde no es sentirse inferior a los demás. “La humildad es
andar en la verdad”, decía Santa Teresa.
El soberbio, en cambio, se engaña al pretender ubicarse donde no
le corresponde. Cédele el puesto a éste,
puede decirle quien lo invitó y, avergonzado, tendrá que ir a ocupar el último
lugar. Esta vergüenza anticipa la del creyente a quien el Juez le dirá: No
te conozco. Anticipa también la vergüenza de los hijos del Israel cuando
vean venir gentes de todas partes a ocupar su puesto de elegidos por Dios
(13,25). Y recuerda la vergüenza de Adán que quiso ocupar el puesto de Dios y
se halló desnudo (Gen 3).
Dice Jesús: Más bien, cuando te inviten, acomódate en el último
lugar. Vendrá el que te invitó y te dirá: Amigo, sube más arriba. Esta
manera nueva de pensar la vemos reflejada en María. En su canto del Magnificat
nos enseña a no sepultar los propios talentos, a reconocerlos con gratitud y a invertirlos
de la manera más justa. A los humildes Dios los llena de su gloria, se refleja
en ellos; a los soberbios los rechaza y derriba de sus tronos.
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