P. Carlos Cardó, SJ
Manos orando, dibujo a pincel de Alberto
Durero (1508), colección gráfica del Museo de Arte de Albertina, Viena
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; toquen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que toca, se le abre.¿Hay acaso entre ustedes alguno que le dé una piedra a su hijo, si éste le pide pan? Y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Si ustedes, a pesar de ser malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, con cuánta mayor razón el Padre, que está en los cielos, dará cosas buenas a quienes se las pidan. Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes. En esto se resumen la ley y los profetas".
El núcleo
del texto se centra en el imperativo del versículo 7: Pidan. Se trata de saber cómo orar. La oración ha de ser asidua,
duradera y perseverante. Ahora bien, como esta enseñanza-mandato aparece en el
evangelio de Mateo precedida por el precepto de no juzgar y seguida por la llamada regla de oro de la moral: traten a los demás como quieren que ellos
los traten, se puede decir que lo que debemos pedir y lo que Dios nos da,
ciertamente, es la capacidad de comprensión, el amor al prójimo.
Pidan y se les dará. Según San Agustín, Jesús nos
manda pedir, no porque Dios no nos dé –ya que conoce nuestras necesidades aun
antes de que le pidamos, y no hay nada que no hayamos recibido–, sino porque no
debemos dejar de desear. “Tu deseo es tu oración, y si es continuo tu deseo,
continua es tu oración. No en vano dijo el Apóstol: Orad sin interrupción (1Tes 5,17)… Tu deseo continuado es tu voz
continuada. Callas si dejas de amar” (Comentario al Salmo 38). Se trata, por
consiguiente, de no apagar el deseo interior y de mantenerlo vivo y abierto al
infinito, porque en definitiva tiende a él. Si deseas a Dios, Él te hará sentir
su presencia y te llenará de su Espíritu, por medio del cual habita en
nosotros.
Pidan, busquen, llamen…No es una simple yuxtaposición de
sinónimos. Algunos ven aquí un camino que parte de las cosas más simples y
ordinarias y se prolonga sin fin, hasta el deseo del Reino, sugerido en el
llamar a la “puerta”, que es Cristo. Se busca lo que no logramos hallar con
nuestros medios, lo que está oculto a nuestros ojos, pero que Dios ve; incluso
podemos decirle que no lo sentimos, que parece ausente o escondido o dormido,
como lo estuvo en la barca cuando los discípulos bregaban contra las olas en la
tempestad.
Muchas veces
no podemos conciliar su bondad con los males que ocurren. Entonces, lo que pedimos
y buscamos es su presencia. Descubrir a Dios en todo, cambia nuestra manera de
vivir las cosas que nos duelen o atormentan. Se pide y se busca en fin, por
medio de la oración para vencer la desconfianza. El mal parece vencer en el
mundo. El pecado, las injusticias y la corrupción de las costumbres ocultan la
acción de la gracia salvadora, que se abre paso a pesar de todos los
obstáculos. Entonces es necesario llamar para superar cuanto nos separa de la
vida verdadera y nos disminuye la fe, la esperanza y el amor.
La parábola
que sigue a continuación, del padre que sabe dar cosas buenas a sus hijos (pan,
huevo, pescado), abre al horizonte de la paternidad/maternidad infinita de
Dios. El Padre otorga sólo cosas buenas. En Lucas, las “cosas buenas” que da el
Padre del cielo son el Espíritu Santo (Lc
11,13), es decir, la vida misma de Dios, el amor.
Conviene
advertir que la fe en la oración según el evangelio no significa creer que el
Padre celestial evite todo sufrimiento a los cristianos y que acceda a todas
las peticiones que se le hagan. La oración del cristiano no es un substituto de
la acción humana, en todo caso es una forma de acción y un estímulo para poner
todos los medios confiando en la acción de la gracia divina.
Viene a
continuación la llamada “regla de oro”: Traten
a los demás como quieren que ellos los traten, porque en esto consiste la ley y
los profetas. En Tobías 4,15 esta regla aparece en negativo: No hagas a nadie lo que no quieres que te
hagan a ti. El amor se ha de mostrar en obras, dice San Ignacio de Loyola. El
amor siempre produce un hacer en
favor del otro. Todos sabemos cuáles son nuestros derechos, aspiraciones y
deseos. El amor lleva a considerar los derechos del otro como deberes para mí y
las aspiraciones del otro como mis aspiraciones; debo procurar contribuir a la
realización de los justos deseos del otro. En esto consiste el amor.
El yo deja
de ser el centro. Todas las enseñanzas de la Biblia (la ley y los profetas) se condensan en el mandamiento del amor, que
es como premisa para la regla de oro. Todo lo que el amor y los preceptos de
Jesús exigen, hay que hacerlo a nuestros prójimos. En este sentido, la regla de
oro es como la síntesis del sermón de la montaña.
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