El regreso del hijo pródigo, óleo
sobre lienzo de Bartolomé Esteban Murillo (1666-70), Galería Nacional de Arte, Washington
En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los
pecadores para escucharlo; por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban
entre sí: "Éste recibe a los pecadores y come con ellos". Jesús les dijo entonces
esta parábola:
"Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a
su padre: ‘Padre, dame la parte de la herencia que me toca’. Y él les repartió
los bienes. No muchos días después, el
hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su
fortuna, viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo,
sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad.
Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a
sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían
los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera. Se puso entonces a
reflexionar y se dijo: ¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de
sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi
padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco
llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores’. Enseguida se puso
en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo
vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al
cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: ‘Padre, he pecado contra el
cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’. Pero el padre les dijo a
sus criados: `¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un
anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo.
Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a
la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y empezó el banquete.
El hijo mayor estaba en el
campo y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos.
Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Éste le contestó:
‘Tu hermano ha regresado y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo
recobrado sano y salvo’. El hermano mayor se enojó y no quería entrar. Salió
entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: ‘¡Hace tanto tiempo
que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca
ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo,
que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro
gordo’. El padre repuso: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo.
Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba
muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’ ".
El cap. 15
del evangelio de Lucas está dedicado a las parábolas de la misericordia, o
parábolas de “lo perdido” que es
recuperado por la gracia de Dios en Jesucristo: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo. Su mensaje
central es que Dios nos ha amado en Cristo de modo incondicional, no porque
seamos buenos, sino porque Él es bueno y fuente de misericordia.
La parábola del hijo pródigo –uno de los textos más bellos del evangelio– habría que llamarla parábola del Padre
misericordioso o parábola del
amor del Padre. Él es el
protagonista principal y, en función de él, se nos muestran los comportamientos
del hijo pródigo y del hijo mayor. Su valor principal reside en la novedad
de la figura de Dios que presenta, tan nueva que resulta escandalosa para los
fariseos de todos los tiempos: un Dios padre bueno, fiel hasta el final a su
ser padre, con una misericordia incondicional, abierta, ilimitada, que no sólo
se vuelca sobre el hijo arrepentido, sino también sobre el intransigente hijo
mayor. En este sentido, la parábola sintetiza el núcleo del mensaje de Jesús:
las puertas del Reino se abren al pecador arrepentido por la magnanimidad de
Dios.
El hijo menor, que despilfarra la
herencia, representa simbólicamente toda ruptura del hombre con Dios, que trae,
como consecuencia, ruina. Pierde todos sus bienes y acaba perdiendo hasta su identidad
de hijo: se siente indigno de llamarse así: Volveré junto a mi Padre y le
diré: he pecado, trátame como a uno de tus jornaleros. Sabe que en justicia
eso es lo que merece y acepta tener que ganarse la vida trabajando como un peón.
Pero siempre será un hijo porque nada puede borrar ni anular o cambiar esta
relación.
Por su parte
el padre siempre será un padre, aunque su hijo sea un pródigo. El amor del
Padre supera las normas de la
justicia. El amor restablece y eleva. Por eso su prontitud
para acogerlo y la fiesta que manda celebrar, que le parece excesiva al hijo
mayor y le despierta celos y envidia. Para el padre es evidente que el mal comportamiento
del hijo le ha llevado a malgastar el patrimonio, pero quiere salvarlo. Por eso
dice:
“Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo estaba
muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado”. Inspirado sin
duda en la forma como Dios ama, san Pablo dirá: “El amor es paciente, es
benigno..., no se irrita, no se alegra con la injusticia, se complace con la
verdad, todo lo espera, todo lo tolera… y no pasa jamás” (1 Cor 13, 4-8).
En su
libro-entrevista, El nombre de Dios es
misericordia, el Papa Francisco recuerda que etimológicamente misericordia
significa abrir el corazón al miserable. Y, hablando del Señor, añade:
“misericordia es la actitud divina que abraza, es la entrega de Dios que acoge,
que se presta a perdonar. Por eso se puede decir que la misericordia es el
carné de identidad de Dios. Dios es misericordioso”.
Al
igual que el hijo pródigo, el hijo mayor de la parábola tampoco
imagina que un padre, por el amor que tiene a su hijo, sea capaz de ir más allá
de lo que la justicia establece, es decir,
de “darle su merecido”. Por eso, lleno de resentimiento, se niega a
participar en la fiesta. Ya no ve al pródigo como hermano y reprocha a su padre
la acogida que le ha brindado, mientras que a él, que siempre se ha portado
bien, nunca lo haya premiado: "Hace ya muchos años
que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes y nunca me diste un cabrito para
celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado
tus bienes con prostitutas, y le matas el ternero gordo".
Este
hijo tiene también que cambiar de actitud para con su padre y con su hermano.
El banquete que su padre tiene dispuesto para todos los de casa no será del
todo feliz, porque no será la fiesta de la familia completa. Tiene que
pacificar su corazón, reconocer agradecido lo que su padre significa para él y,
reconciliado con él y con su hermano, disponerse a disfrutar de la fiesta del
reencuentro.
Todos nos
podemos ver también en este hijo mayor. El pensar sólo en mí mismo, el
entristecerme porque a otros les vaya bien y, peor aún, llenarme de enojo
porque otros que son diferentes a mí sean admitidos en la asamblea de la
Iglesia, todas esas actitudes excluyentes me hacen olvidar que Dios es padre de
todos, y me impiden disfrutar de la alegría de fiesta que se siente por el
triunfo del amor de Dios en nuestra historia personal.
En
definitiva, el hijo pródigo, que desea volver a sentir el abrazo del padre, somos
cada uno de nosotros cuando descubrimos que nuestra vida puede cambiar. El hijo
mayor somos también nosotros cuando advertimos que podemos servir de manera
desinteresada y fomentar la unión sin egoísmos, ni celos ni prejuicios.
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