P. Carlos Cardó, SJ
Profeta Jonás lanzado al mar,
fresco del siglo IV, Catacumbas de San Pedro y San Marcelino, Roma, Italia
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En aquel tiempo, la multitud se apiñaba alrededor de Jesús y éste comenzó a decirles: "La gente de este tiempo es una gente perversa. Pide una señal, pero no se le dará más señal que la de Jonás. Pues así como Jonás fue una señal para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para la gente de este tiempo.Cuando sean juzgados los hombres de este tiempo, la reina del sur se levantará el día del juicio para condenarlos, porque ella vino desde los últimos rincones de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón.Cuando sea juzgada la gente de este tiempo, los hombres de Nínive se levantarán el día del juicio para condenarla, porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás y aquí hay uno que es más que Jonás".
La raíz fundamental de la fe es la confianza. Los contemporáneos
de Jesús, a pesar de haber visto, no confiaron; en vez de seguirlo pretendieron
que fuera Él quien obedeciera sus exigencias de signos extraordinarios para
creer. Jesús rechaza esta petición y añade que a esa gente sólo se le dará el
signo de Jonás: signo de la misericordia que Dios tiene para con todos, tan
eficaz por cierto que hasta los ninivitas se convirtieron.
Jonás el profeta recibe la misión de predicar a la ciudad impía de
Nínive la conversión de su mala conducta. Lo hizo y toda la ciudad, desde el
rey hasta el último vasallo, hicieron penitencia y Dios los perdonó. Dios actuó
por medio de él. La persona y la palabra de Jonás fueron el signo y eso bastó. Es
lo que Jesús les recuerda a sus interlocutores. Les debería bastar su persona y
su palabra para confiar en él, pues es mucho más que Jonás.
El otro ejemplo que emplea Jesús es el de la reina de Saba (1 Re
l0, 1-10) que hizo un viaje desde los confines de la tierra para conocer la
sabiduría de Salomón. Fue, lo vio, lo escuchó y creyó. Cuánto más habría hecho
esa mujer pagana por conocer la sabiduría de Jesús, cuyos contemporáneos
rechazan. Muchos profetas y reyes
quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron y oír lo que ustedes oyen y no
lo oyeron (Lc 10, 24), había dicho Jesús. Entre esos reyes y profetas bien
se podría incluir a esa mujer. Ella es también un signo para esa gente que
debería mostrarse más dispuesta a aprender de Jesús.
La confianza que hay que tener en Dios tiene su reflejo o figura
más lograda en la relación humana de amor o amistad. Conforme transcurre el
trato con la persona que queremos, vamos confiando en ella cada vez más. Llega
un momento en que no se nos ocurre exigirle pruebas para convencernos de su credibilidad;
tal es el conocimiento que hemos adquirido de ella y la valoración que nos
merece. Por eso, cuando se exigen pruebas y, peor aún, cuando se le somete a investigaciones,
eso quiere decir que se ha aniquilado la confianza o que nunca se tuvo.
En el plano de la fe, la persona en quien confiamos es el mismo
Jesús. Sé de quién me he fiado, dice
San Pablo (2 Tim 1, 12). La total coherencia
entre su palabra y su vida, la verdad de lo que enseña y el amor tan generoso y
desinteresado con que actúa, revelan de tal manera a Dios en Él, que uno se
siente movido a conocerlo cada vez más para más amarlo e imitarlo.
Jesús vino a anunciar la buena noticia de la salvación ofrecida
por Dios a todo el que se convierte y cree. No buscó su propio interés sino
únicamente el mayor bien para nosotros. No pretendió la gloria de los hombres,
ni siquiera que lo sirvieran; vino para servir. Todos estos rasgos de su
persona ponían a la gente en contacto directo con Dios, y revelan para nosotros
la posibilidad de realizar una humanidad nueva, una existencia nueva, liberada,
salvada. En vez de pedirle signos habría que escuchar su palabra y acoger y
asimilar su forma de ser humano.
Cuanto nos ha dicho y ha hecho Jesús por nosotros debería ser suficiente
para creer que Él es la plenitud de la revelación y donación de Dios a los
hombres, el camino que conduce a la vida verdadera, vencedora del mal,
resucitada. Pero para ello se requiere hacerse pequeño (Lc 10,21). Sólo a los pequeños se les revela el reino de Dios en la
persona y obra de Jesús.
La exigencia de signos espectaculares realizados con el fin de
imponerse y doblegar a la gente fue una tentación del maligno para Jesús. Dios
respeta la libertad de sus hijos que pueden acoger su ofrecimiento o rechazarlo,
y respeta al mismo tiempo la verdad del amor que no requiere de pruebas y crea
libertad. Quien ama a otro está siempre expuesto al rechazo.
Habría que decir, finalmente, que el signo de Jonás toca nuestra
realidad. Como él, nos resistimos al amor de Dios: no acabamos de creernos que
su misericordia es infinita y triunfa sobre toda iniquidad. El Señor, no
obstante, trabaja nuestro interior. Él es capaz de hacer que nuestra persona y
nuestro obrar, sea un signo en la sociedad que haga creíble nuestra fe.
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