P. Carlos Cardó, SJ
Ternura, óleo sobre tela de Oswaldo
Guayasamín (1986), Museo Guayasamín: Capilla del Hombre, Quito, Ecuador
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Les aseguro que si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, ciertamente no entrarán ustedes en el Reino de los cielos. Han oído que se dijo a los antiguos: No matarás y el que mate será llevado ante el tribunal. Pero yo les digo: Todo el que se enoje con su hermano, será llevado también ante el tribunal; el que insulte a su hermano, será llevado ante el tribunal supremo, y el que lo desprecie, será llevado al fuego del lugar de castigo. Por lo tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve luego a presentar tu ofrenda. Arréglate pronto con tu adversario, mientras vas con él por el camino; no sea que te entregue al juez, el juez al policía y te metan a la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo".
Han oído que se dijo… Yo les
digo… La gente se
admiraba de la autoridad con que Jesús enseñaba, tan distinta a las de sus
maestros y doctores de la ley. No sólo hablaba en primera persona, cosa que los
rabinos evitaban siempre, limitándose a repetir las enseñanzas de otros
maestros de mayor prestigio, sino que Él aclaraba, interpretaba y llegaba hasta
modificar la ley. Esto causaba indignación a las autoridades religiosas; y lo
que ciertamente no podían soportar era su pretensión de modificar y proponer de
un modo nuevo el núcleo mismo de la Ley, los mandamientos.
Para ello
Jesús empleaba la fórmula: han oído ustedes
que se dijo…, pues bien yo les digo… Por supuesto que ellos habían oído y,
en el caso de los diez mandamientos, tenían la certeza de que esas palabras sagradas
fueron dictadas directamente por Dios a Moisés, que se las transmitió. De modo
que al decir Jesús: pues bien, yo les
digo, ponía su yo en el mismo
nivel de Dios (Yo-soy), pretendía tener
la misma autoridad del legislador divino. Por eso lo acusarán de blasfemo
porque, siendo un hombre, se hacía pasar por Dios (cf. Jn 10, 33).
Pero Jesús
no da marcha atrás. Juan en su evangelio hace ver la convicción interior que lo
movía a obrar así: Porque yo no he hablado
por mi propia cuenta, sino que el Padre mismo que me ha enviado es el que me
ordena lo que tengo que decir y enseñar. Y sé que su enseñanza lleva a la vida
eterna. Así, pues lo que yo digo es lo que me ha dicho el Padre (Jn
12,49-50).
La novedad que
trae Jesús en su enseñanza consiste en que Él no propone preceptos e imposiciones
legales más estrictos aún que los anteriores, sino la buena noticia –evangelio–
de que Dios obra en nosotros y nos concede el don de comportarnos entre
nosotros a la manera como Él se comporta con nosotros. En el fondo, la nueva
moral de Jesús tiene como fundamento el amor del Padre, que Él revela. En
adelante, todo quedará contenido en
un único mandamiento: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a tu prójimo tal
como es porque tú y él son iguales hijos e hijas queridos de Dios.
A partir de
aquí se entiende el giro que da Jesús a los mandamientos. Lo primero de todo es
el respeto que debemos tener a la vida del otro. Por eso, no basta no matar; cuando se odia, se insulta o se desprecia
a alguien, se le está matando en cierta forma.
La
advertencia que hace Jesús es severa: el odio repercute en la misma persona que
lo consiente, es veneno del alma y lleva a un final desastroso. Jesús lo
expresa viva y crudamente: Será condenado
al fuego que no se apaga. El original dice: Será condenado a la Gehenna, y se refiere a un lugar en el valle de Innon, fuera de los muros
de Jerusalén, en el que los paganos sacrificaban víctimas humanas al dios Moloch.
Para desacralizarlo, los hebreos lo
habían convertido en un basurero, en el que quemaban las inmundicias. El fuego
de la Gehenna ardía día y noche.
Lo que viene
a decir Jesús es que quien odia, quien deja de considerar al otro como un
hermano, es como si hubiera hecho arder su propia vida, arrojándola a la
basura.
Por eso es
tan importante llegar al acuerdo, porque el desacuerdo significa negar la
propia condición de hijo de Dios y de hermano de mi contrincante. Y esta es la
razón por la cual el acuerdo está por encima de la ofrenda que se debe dar a
Dios, por encima de los actos religiosos exteriores.
No se puede llamar
Padre a Dios ni sentarse a la mesa de los hermanos si primero no se perdona al
hermano. Y –la aclaración es importante– se debe advertir que Jesús dice: Si recuerdas que tu hermano tiene algo
contra ti… ve primero a reconciliarte con tu hermano, lo cual se refiere no
sólo al caso de que yo haya cometido algo contra el prójimo, sino a que la
relación se ha roto porque el otro es quien tiene algo contra mí.
La fraternidad
rota es un mal en sí. Si de manera deliberada, pudiendo hacerlo, no se ponen
los medios para repararla se incurre en una falta que impide compartir la mesa
de la comunión. Tal omisión manifiesta que el otro ya no importa, ya no se le
considera un hermano. Quien de esta manera se desentiende del hermano demuestra
que él mismo ha dejado de ser hijo.
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