domingo, 19 de marzo de 2017

III Domingo de Cuaresma, La Samaritana (Jn 4, 5-42)

P. Carlos Cardó, SJ
Cristo y la mujer samaritana, retablo en madera de Fernando Gallego (1480-88), Museo de Arte de la Universidad de Arizona, Estados Unidos
En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria, llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José. Ahí estaba el pozo de Jacob. Jesús, que venía cansado del camino, se sentó sin más en el brocal del pozo. Era cerca del mediodía.
Entonces llegó una mujer de Samaria a sacar agua y Jesús le dijo: "Dame de beber". (Sus discípulos habían ido al pueblo a comprar comida). La samaritana le contestó: "¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?" (Porque los judíos no tratan a los samaritanos). Jesús le dijo: "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva".
La mujer le respondió: "Señor, ni siquiera tienes con qué sacar agua y el pozo es profundo, ¿cómo vas a darme agua viva? ¿Acaso eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del que bebieron él, sus hijos y sus ganados?" Jesús le contestó: "El que bebe de esta agua vuelve a tener sed. Pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed; el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un manantial capaz de dar la vida eterna".
La mujer le dijo: "Señor, dame de esa agua para que no vuelva a tener sed ni tenga que venir hasta aquí a sacarla". Él le dijo: "Ve a llamar a tu marido y vuelve".
La mujer le contestó: "No tengo marido". Jesús le dijo: "Tienes razón en decir: ‘No tengo marido’. Has tenido cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad".
La mujer le dijo: "Señor, ya veo que eres profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte y ustedes dicen que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén".
Jesús le dijo: "Créeme, mujer, que se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adorarán al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos. Porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, y ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así es como el Padre quiere que se le dé culto. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu yen verdad".
La mujer le dijo: "Ya sé que va a venir el Mesías (es decir, Cristo). Cuando venga, él nos dará razón de todo". Jesús le dijo: "Soy yo, el que habla contigo".
En esto llegaron los discípulos y se sorprendieron de que estuviera conversando con una mujer; sin embargo, ninguno le dijo: ‘¿Qué le preguntas o de qué hablas con ella?’ Entonces la mujer dejó su cántaro, se fue al pueblo y comenzó a decir a la gente: "Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será éste el Mesías?". Salieron del pueblo y se pusieron en camino hacia donde él estaba.
Con abundancia de símbolos, este evangelio describe el camino de la fe. La fe nace y se desarrolla en el encuentro personal con Alguien que nos aguarda y nos sale al encuentro en nuestras búsquedas, dispuesto a saciar nuestra sed, el deseo de nuestro corazón.
Dice el texto que Jesús, para ir a Jerusalén tenía que pasar por Samaría, pero eso significaba un desvío: el camino normal iba por la Transjordania porque los judíos evitaban pasar por Samaría, tierra de herejes y cismáticos que se separaron del reino de Judá. De modo que se puede suponer que Jesús conscientemente hizo ese recorrido. Dios sale al encuentro de quien tiene necesidad de Él.
Cansando de la caminata, fue a sentarse en el muro del pozo de una aldea llamada Sicar. Jesús sediento espera a quien le dé de beber. Aunque en realidad va a pedir para que le pidan.
Era casi mediodía. En esto una mujer samaritana se acercó al pozo a sacar agua. Detalle extraño, insólito, pues se va al pozo temprano o al caer la tarde. ¿Por qué va a mediodía?, ¿qué agua es la que desea encontrar a la hora del calor y de la sed?
Y allí, de manera inesperada, se encuentra con Jesús, a quien no conoce. Advierte que está cansado y sediento, esperando. Pero el encuentro a solas la llena de temor, como también a Jesús porque es riesgoso: un rabí nunca habla a una mujer por la calle, hasta a su misma esposa le habla dentro de casa, no fuera.
Se entabla entonces un diálogo largo, difícil. Se siente la carga de prejuicios que lo dificultan. Jesús la soporta y debe, además, adaptarse a la limitada capacidad de entendimiento de esta mujer golpeada por la vida.
Una serie de símbolos aparecen en el diálogo. En primer lugar, la sed, que es una necesidad más apremiante y angustiosa que el hambre y simboliza el deseo interior más profundo, punto de partida de la fe. Israel es un pueblo sediento, una tierra carente de recursos de agua en tiempos de Jesús. Y es un pueblo sediento de Dios. Tenían el medio para llegar a Él y conocerlo, la Ley y los profetas que les hablaban de Él, pero endurecieron el corazón, no escucharon. Ese deseo late en el interior de todas las personas. Y buscamos…
El agua, símbolo primordial, arquetípico en todas las culturas, es el origen de la vida, significa plenitud y saciedad. Pero hay diversas aguas, como hay vidas distintas. Hay aguas muertas, estancadas, y aguas vivas que manan y fluyen cristalinas. El símbolo del agua recorre el evangelio de Juan: aparece en el Jordán (c.1), donde el Espíritu desciende. Está en las vasijas de Caná (c.2) destinada a las purificaciones, y convertida después en vino de la fiesta. Se le anuncia a Nicodemo (c.3) como el nuevo bautismo por el agua y el Espíritu Santo. Está en la piscina (c.5), y su movimiento lo espera la multitud de enfermos para sanar.
Finalmente, brotará junto con la sangre del costado abierto del Señor Crucificado, para simbolizar el nacimiento de la Iglesia. En este pasaje de la Samaritana, adquiere diversos significados: primero, es el agua material, después es el agua de la ley y por último, el agua de la gracia santificadora que da vida plena.
Así, poco a poco, Jesús va a lo profundo: lleva a la mujer a hablar del pozo interior del corazón, que todos llevamos, y que remite al misterio infinito, al abismo profundo del amor original del que brota toda existencia… Allí y sólo allí la mujer encontrará el agua que le falta y que, a pesar de sus búsquedas no ha logrado encontrar. Es el lugar de encuentro con Dios. Allí la ha llevado el Señor.
No denuncia los errores que ella ha cometido a lo largo de su penosa vida, simplemente recoge el hecho de sus cinco maridos para resaltar positivamente la insatisfacción que perdura en ella. La mujer ha buscado por todos partes saciar su sed. El Señor no le acrecienta la vergüenza que siente: interpreta sus frustraciones como una sed que aún debe y puede colmarse, porque es la sed del amor verdadero, que realiza a la persona.
La samaritana vive su proceso de cambio. De asombro en asombro, irá reconociendo al Señor, primero, como alguien capaz de dar agua viva (15), después como un profeta que le ha sabido interpretar todo lo que había hecho (19.39), a continuación como el Mesías (20.29). Y, dejando su cántaro, sale corriendo a su pueblo para anunciarlo: Allí hay un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. La gente de su pueblo irá donde Jesús por el anuncio de ella, aunque después dirán que no fue por eso; y convencidos como ella no dudarán en afirmar que él es verdaderamente el Salvador del mundo (42). 
Queda clara en el texto esta verdad: Dios nos sale al encuentro, nos da alcance en nuestras búsquedas y no deja de decirnos: ¡Si conocieras el don de Dios! Como la samaritana, necesitamos calmar la sed que llevamos dentro. Necesitamos orientar hacia Dios todas nuestras búsquedas. Porque en ti, Señor, está la fuente de la vida y tu luz nos hace ver la luz (Salmo 36,9).

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