P. Carlos Cardó, SJ
Madonna de la justicia, óleo sobre lienzo de Bernardo Strozzi (1620-25),
Museo del Louvre, París
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “No crean que he venido a abolir la ley o los profetas; no he venido a abolirlos, sino a darles plenitud. Yo les aseguro que antes se acabarán el cielo y la tierra, que deje de cumplirse hasta la más pequeña letra o coma de la ley. Por lo tanto, el que quebrante uno de estos preceptos menores y enseñe eso a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; pero el que los cumpla y los enseñe, será grande en el Reino de los cielos”.
Jesús no pretende abolir la ley
mosaica –sello de la alianza de Dios con Israel–, sino llevarla a plenitud,
dándole orientación y, sobre todo, haciéndola más radical con las exigencias
propias del amor, que no oprimen sino liberan a la persona para dar lo mejor de
sí.
Las palabras dar cumplimiento del versículo 17 significan darle su forma nueva y
definitiva en la perspectiva del espíritu del evangelio. Las comunidades cristianas primitivas recordaron claramente que
Jesús subordinó los numerosos preceptos de la Torá al precepto del amor como
centro. Vieron asimismo, sobre todo Pablo, que la ley de Moisés no posee
autoridad por sí misma, sino por Jesús y que, por consiguiente, su función es
la de ser guía –preceptor o pedagogo, dice Pablo– hacia Cristo (Gal 3,24), quien por medio de su
Espíritu, infundido en nuestros corazones, nos impulsa a la justicia mayor del
amor.
Los rabinos fariseos y los
doctores de la ley habían inculcado en la gente la idea de que el cumplimiento de
la ley mediante la práctica de las buenas obras hacía justo al hombre y le
aseguraba la salvación. Sobre esta interpretación, habían construido una moral
rigorista, hecha de casuística sobre lo lícito y lo ilícito, lo puro y lo
impuro, determinado por el cumplimiento o incumplimiento de los 350 preceptos
en que sus rabinos habían pormenorizado la ley de Moisés. Todo se volvía
imprescindible para poder tener la seguridad de la salvación.
Jesús echa por tierra esta moral y
propone otra que brota del corazón, que se basa en una relación personal,
amorosa y confiada con el Padre, y busca hacer su voluntad, tal como se nos
expresa en sus preceptos divinos –que ningún principio de moralidad, por
“perfecto” que sea puede eludir– y,
sobre todo, en el único y principal mandamiento que él nos dejó, el del amor.
Obrando así, la práctica de la
fe, que se define como seguimiento de Cristo, no lleva a sentirse agobiado y
cansado por el peso de la ley, sino libre –como dice Pablo– para discernir en
todo momento cuál es lo bueno, lo
agradable a Dios y lo perfecto que se ha de buscar (Rom 12, 2).
El ejemplo de Jesús ilumina.
Cumple la ley, como judío fiel que es y por su adhesión filial a la voluntad
del Padre, pero no duda en mostrarse libre frente a la materialidad de la ley
para dar paso a las exigencias perentorias del amor: como en el caso de los
enfermos que cura en día sábado, infringiendo a los ojos de los fariseos y
escribas el precepto del descanso sabático, o cuando libera a sus discípulos de
las exigencias tradicionales de las purificaciones y de los ayunos.
En los versículos siguientes de
este capítulo 5 de Mateo se verá a Jesús atribuyéndose una autoridad que sólo
de Dios le podía venir: la de modificar el núcleo mismo de la ley, los
mandamientos de Dios, para superar el literalismo legal y enseñar a sus
discípulos una justicia más elevada, que brota del interior de la persona y se
manifiesta más en una actitud y un estilo de vida, que en un cumplimiento
mecánico de normas. Cuando Jesús dice: ¡No
piensen que yo he venido a echar abajo la ley y los profetas! No he venido a
echar abajo sino a dar cumplimiento, no propone un incremento cuantitativo
de los preceptos de la Torá, sino una intensificación cualitativa –en términos
de amor– que configura un estilo de vida ante Dios.
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