P. Carlos Cardó, SJ
Transfiguración de Cristo, óleo en madera de Giovanni Bellini
(1480-84), Galería Nacional de Capodimonte, Nápoles
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En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas con él a un monte elevado. Ahí se transfiguró en su presencia: su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve. De pronto aparecieron ante ellos Moisés y Elías, conversando con Jesús.Entonces Pedro le dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haremos aquí tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Cuando aún estaba hablando, una nube luminosa los cubrió y de ella salió una voz que decía: "Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo". Al oír esto, los discípulos cayeron rostro en tierra, llenos de un gran temor. Jesús se acercó a ellos, los tocó y les dijo: "Levántense y no teman".
Alzando entonces los ojos, ya no vieron a nadie más que a Jesús. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No le cuenten a nadie lo que han visto, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos".
La cuaresma nos hace recorrer el
camino de Jesús hacia Jerusalén, donde va a ser entregado. En su recorrido,
Jesús instruye a los Doce sobre el significado de su pasión y de su
resurrección. Pero ellos no lo comprendieron y se quedaron desilusionados
porque esperaban otro Mesías. Ahora Jesús quiere fortalecerles su fe, para que
sean capaces de superar el escándalo de su cruz y puedan seguirle hasta el
final.
Dice el evangelio que Jesús tomó aparte a
Pedro, Santiago y Juan y los llevó a una montaña elevada. Son los tres
discípulos que “tomará aparte” en el huerto de los Olivos (Mt 26, 37), donde serán
testigos de aquella angustia mortal que le hará sudar gotas de sangre. Ahora a
ellos les concede tener una vivencia deslumbradora de la gloria divina en su
persona humana. Más tarde, a la luz de la resurrección, comprenderán que el
Jesús que dejaron clavado en una cruz, era el Hijo predilecto del Padre, cuya
persona resplandeció ante sus ojos un día inolvidable.
Mientras en el AT, las
manifestaciones de Dios se realizaban a través de elementos de la naturaleza,
como el monte, la nube y la luz, ahora, en la transfiguración, es la naturaleza
humana de Jesús la que aparece manifestando el resplandor de la gloria de Dios.
No es Dios que desciende, sino el hombre que asciende y participa de la gloria
de Dios.
Los discípulos, atónitos, ven que se les
revela una dimensión
oculta de Jesús que los deja sin palabras. Su persona luminosa, fulgurante,
les lleva a decir simplemente que su rostro brillaba como el sol y sus vestidos
se volvieron blancos como la luz. Cuando uno se pone ante el misterio
de Dios, y éste se le revela en el fondo del alma, uno simplemente enmudece,
adora en silencio.
Se les aparecieron también Moisés y Elías. Esto quiere decir que Jesús realiza
la esperanza de los profetas, representada en Elías, el mayor de ellos, y lleva
a plenitud la ley dada a Moisés, por medio de la nueva alianza que Dios
establece con la entrega de su Hijo. Refiriéndose a este Jesús, Dios y hombre
verdadero, San Pablo dirá: En él habita
la plenitud de la divinidad corporalmente y de ella participamos (Col 2,9).
Pedro siente la tentación de quedarse en el
monte y no seguir adelante en el camino, que sabe bien ha de terminar en la pasión
de su Señor. Quiere permanecer en la visión y en el gozo, por eso su propuesta:
Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Si
quieres hago tres tiendas… Es la misma tentación del cristiano que quiere
quedarse sólo en los aspectos más gozosos y fáciles, por así decir, de la vida
cristiana y no asume el seguimiento radical del Señor que le puede llevar a
donde no quiere ir.
Vino entonces una nube luminosa que los cubrió, y una voz desde la
nube decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escúchenlo. Es la voz que había resonado ya en
el Bautismo de Jesús en el Jordán, cuando se abrieron los cielos y bajó sobre Él
el Espíritu. Esa misma voz en el cielo responde a la pregunta: ¿Quién es Jesús?
Confirma la confesión de Pedro: Tú eres
el Cristo, Hijo de Dios, y confirma el camino de Jesús como Mesías Siervo que
entrega su vida por amor a sus hermanos, cumpliendo la voluntad de su Padre.
Jesús Siervo es el amado del Padre. La gloria divina resplandece en él y
resplandecerá sobre todo cuando sea levantado en la cruz.
¿Qué nos dice a nosotros hoy este
pasaje tan lleno de simbolismos? Los discípulos suben al monte con Jesús. En el
monte Moisés trataba con Dios. En el monte de las bienaventuranzas, Jesús
proclamó lo más central de su mensaje. En un monte realiza su transfiguración.
Y en el monte del Calvario será elevado en una cruz para la salvación del
mundo. Para el cristiano, subir al
monte es subir a una mayor intimidad con Cristo, a una mayor generosidad
en su compromiso cristiano, a una vida más coherente y fiel.
La luz, otro símbolo importante del relato, refulge
en el rostro de Cristo y brillará también en los elegidos. Dice San Pablo que el
cristiano contempla la gloria de Cristo y se va transformando de gloria en
gloria (2 Cor 3,7-16), es decir, su
vida cambia. La luz de la transfiguración fortalece el ánimo de los discípulos
que había quedado ensombrecido con los anuncios de la pasión. Esa misma luz
brilla para nosotros hoy y disipa nuestros temores y dudas, haciéndonos ver las
dificultades y las pruebas con esperanza. En
ti, Señor, está la fuente de la vida y en tu luz podemos ver la luz (Sal 36).
Todos de una u otra manera hemos tenido
momentos de “percepción” de la presencia viva de Dios en nuestra vida, que han
iluminado lo que podemos llegar a ser; son nuestras experiencias de Tabor, de
transfiguración y actúan como referentes orientadores cuando viene la dificultad
de la fe. “¡Cómo te contemplaba en tu
santuario, viendo tu poder y tu gloria!” (Sal 63,3). “Recuerdo… cómo entraba en el recinto santo y me postraba hacia el
santuario, entre cantos de júbilo y alabanza” (Sal 42,5).
El misterio de la transfiguración
nos hace ver, en fin, que nunca el cielo está totalmente cubierto. La nube que
cubre a los discípulos se abre con la voz que dice: Este es mi Hijo amado. Escúchenlo. Necesitamos oír su voz. Por eso
venimos a la Eucaristía. Jesús se hace presente entre nosotros y nos dice: ¡Levántense, no tengan miedo!
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