NOTA: ESTE EVANGELIO CON SU
CORRESPONDIENTE COMENTARIO APARECIÓ TAMBIÉN EL DOMINGO 19 DE FEBRERO
P. Carlos Cardó, SJ
Rostro de Cristo, óleo sobre
lienzo de El Greco (1595), Galería Nacional de Praga
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En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Ustedes han oído que se dijo: «Ojo por ojo y diente por diente». Pero yo les digo: No resistan al malvado. Antes bien, si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra. Si alguien te hace un pleito por la camisa, entrégale también el manto. Si alguien te obliga a llevarle la carga, llévasela el doble más lejos. Da al que te pida, y al que espera de ti algo prestado, no le vuelvas la espalda. Ustedes han oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y no harás amistad con tu enemigo». Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores, para que así sean hijos de su Padre que está en los Cielos. Porque Él hace brillar su sol sobre malos y buenos, y envía la lluvia sobre justos y pecadores. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué mérito tiene? También los cobradores de impuestos lo hacen. Y si saludan sólo a sus amigos, ¿qué tiene de especial? También los paganos se comportan así. Por su parte, sean ustedes perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo.
Toda la enseñanza moral de Jesús se resume en: Ama a tu prójimo como a ti mismo.
Ama a tu prójimo tal como es porque tú y él son iguales hijos e hijas queridos
de Dios.
Quien no ama a su hermano no ama a Dios. Esto se ve de
manera particular en lo referente al respeto que se debe tener a la vida del
otro. No puede nombrar a Dios como Padre ni tomar parte en el banquete de la
fraternidad quien primero no perdona a su hermano o no hace lo posible para
restablecer la relación que se ha roto.
Para llegar a estos principios morales Israel tuvo que recorrer
un largo camino. En la Biblia Dios habla en lenguaje humano, se adapta al
proceso de maduración de su pueblo y emplea una pedagogía gradual para educarlo
y, por medio de él, iluminar a toda la humanidad. Se parte del principio de la
reciprocidad: si Abraham, padre de la raza, fue un extranjero de origen pagano,
Israel, por tanto, tiene que abrirse al amor al extranjero. Debe imitar a Dios
en su amor misericordioso.
El libro de Jonás describe vivamente lo difícil que fue
para los hebreos aceptar la universalidad del mensaje de salvación. Y la
culminación del largo recorrido hacia el amor universal se alcanza con la
enseñanza del profeta Isaías, concretamente con el horizonte que él despliega
para el deseo y el empeño práctico en favor de la paz: llegará el día en que
todos los pueblos acogerán la palabra del Señor, de la que Israel es portador,
aceptarán el señorío de Dios sobre todas las naciones y entonces de sus espadas forjaran arados y de
sus lanzas podaderas. Ya no alzará la espada nación contra nación, ni se
entrenarán más para la guerra. (Is 2,4).
El amor universal hecho norma de vida conduce a
establecer relaciones de justicia a todos los niveles, de las que nace la paz,
el desarme mundial y la conversión de los gastos de guerra en inversiones para
el desarrollo humano.
El amor a todos los semejantes, hasta al enemigo, es una
característica esencial del cristianismo frente a otras religiones. Es una
tendencia común a todo grupo social el emplear el odio y aversión al enemigo
como medio para reforzar la conciencia colectiva, definir la identidad común y
reforzar la solidaridad entre sus miembros: se ataca y condena a los extraños,
se defiende y apoya a los que son del grupo.
Por esta razón el amor a los enemigos, predicado por
Jesús, debió significar para sus contemporáneos judíos una exigencia radical.
La primitiva iglesia la recogió íntegramente y con la teología de Juan dejó
establecido que, conforme al pensamiento de Jesús, el amor universal, sin
excepciones, significa haber conocido a Dios. Si no se ama, no se tiene
fe (Cf. 1Jn 4, 7-8; 3, 11-17).
La lenta y progresiva comprensión bíblica del amor de
Dios a todos alcanza en el Nuevo Testamento su culminación: Dios no tiene
enemigos sino hijos; el cristiano no tiene enemigos, sino hermanos. Una
religión que no llegue a esto, aún tiene camino por recorrer. Matar en nombre
de Dios es la más abominable acción criminal porque va contra el hermano y
contra Dios. Lo propio del cristianismo es morir perdonando, como Esteban el
primer mártir.
Todos podemos emplear mal nuestra libertad y hacer sufrir
con nuestras decisiones. Más aún, todos –desde Caín– tenemos una cierta
inclinación a la maldad y la hemos cometido, grande o pequeña alguna vez. Pero
es innegable que el odio es una enfermedad del alma. Sin embargo nos podemos
acostumbrar al mensaje que los medios de comunicación, sobre todo, las
películas, nos transmiten acerca de la venganza como virtud; se enaltece al
vengador, se da por sentado que la venganza resuelve el mal cometido, y eso no
es verdad porque muchas veces genera una pendiente por la que es casi
inevitable deslizarse.
Allí donde se desencadena el odio y la sed de venganza
como reacción frente a una violencia, un ultraje, o una injusticia padecida,
allí triunfa el mal. La víctima inocente se ha dejado afectar por la enfermedad
del mal y lo devuelve, generándose la espiral de la violencia. Refiriéndose al
odio y a la venganza dice Etty Hillesum, la mártir judía de Auschwitz que
acogió en su corazón el mensaje del cristianismo: “No veo más solución sino que
cada cual se examine retrospectivamente su conducta y extirpe y aniquile en sí
todo cuanto crea que hay que aniquilar en los demás. Y convenzámonos de que el
más pequeño átomo de odio que añadamos a este mundo lo vuelve más inhóspito de
lo que ya es” (Journal, p.
205).
Personas así se han aventurado en “un camino que es más excelente
que todos los demás” (1Cor 12,31): el del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora
y sufriente y al Dios de infinita misericordia. Imitarlo a él es tender a la
perfección. Sean perfectos como
su Padre celestial, dice San Mateo. Sean misericordiosos
como el Padre, dice San Lucas.
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