P. Carlos Cardó, SJ
El rico Epulón y el pobre Lázaro,
oléo sobre lienzo de Juan de Sevilla Romero (segunda mitad del s. XVII), Museo
del Prado, Madrid
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En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: "Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y telas finas y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo, llamado Lázaro, yacía a la entrada de su casa, cubierto de llagas y ansiando llenarse con las sobras que caían de la mesa del rico. Y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas.Sucedió, pues, que murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. Murió también el rico y lo enterraron. Estaba éste en el lugar de castigo, en medio de tormentos, cuando levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro junto a él.
Entonces gritó: ‘Padre Abraham, ten piedad de mí. Manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas’. Pero Abraham le contestó: ‘Hijo, recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso él goza ahora de consuelo, mientras que tú sufres tormentos. Además, entre ustedes y nosotros se abre un abismo inmenso, que nadie puede cruzar, ni hacia allá ni hacia acá’.
El rico insistió: ‘Te ruego, entonces, padre Abraham, que mandes a Lázaro a mi casa, pues me quedan allá cinco hermanos, para que les advierta y no acaben también ellos en este lugar de tormentos’. Abraham le dijo: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen’. Pero el rico replicó: ‘No, padre Abraham. Si un muerto va a decírselo, entonces sí se arrepentirán’. Abraham repuso: ‘Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto’ ".
El mensaje
de esta parábola es claro: despilfarrar el dinero, sin pensar en el bien común y
en contribuir a remediar las necesidades de los prójimos, es obrar de manera
egoísta e injusta. Así procedía el rico, que banqueteaba espléndidamente, sin
importarle la suerte del pobre que estaba a su lado. Llega el día en que ambos
personajes se encuentran ante la realidad ineludible de la muerte, y sus
destinos cambian: el pobre es llevado al “seno de Abraham”, el cielo, mientras
el rico va a caer en el infierno, que la imaginación judía describía como un
lugar de llamas y tormentos.
El mensaje
de la parábola no es que los pobres que sufren en este mundo tendrán después sus
gozos en el cielo; lo que se subraya no es la suerte del pobre, sino la condena
del rico. Por otra parte, la parábola no presenta a los dos personajes desde un
punto de vista moralista. No dice que el rico haya sido un inmoral, ni que el
pobre sea un creyente piadoso. No cabe, pues, la conclusión maniquea de que los
ricos por ser ricos son malos y los pobres por ser pobres son buenos.
La razón por
la que el rico echa a perder su vida es por haberse mostrado indiferente a la
necesidad del pobre que estaba tendido junto a su puerta. Y en esto la parábola
insiste gráficamente, detallando el modo de proceder del rico, que lo conduce a
la perdición: dedicado a sus placeres, a vestir lujosamente y a comer deliciosamente con sus amigos, se ha
hecho incapaz de advertir la necesidad del pobre que está a su lado. Olvida,
por tanto, el mandamiento principal: el amor al prójimo. Y es precisamente en
esta dirección, en la que el evangelista saca de la parábola de Jesús la
enseñanza debida.
El rico
llama a Abraham “padre”. Se puede suponer, pues, que era un hebreo creyente. Pero
ser miembro del pueblo elegido no basta para alcanzar la salvación. El rico
pide a Abraham que el pobre Lázaro venga a mojarle con agua para refrescarlo.
La respuesta de Abraham es tajante. La comunicación era posible en la tierra,
ahora ya no. El momento para la generosidad y la solidaridad con los pobres es
el hoy de cada día.
El rico pide
luego que Lázaro vaya a casa de su padre a advertir a “sus cinco hermanos” para
que no caigan también ellos en ese lugar de tormento. Pero esos “cinco
hermanos”, ricos como él, eran el círculo cerrado en que había vivido y por eso
nunca trató al pobre como un “hermano”.
Su riqueza le impidió comprender que todos los seres humanos, sobre todo los
más pobres como Lázaro, eran sus hermanos.
Además, no
se puede llamar padre a Abraham si no se trata como hermano al pobre que está a
la puerta de casa. La respuesta de Abraham es clara: “Tienen a Moisés y a los
profetas, que los escuchen” (v. 29). Es el único camino a seguir. No se trata
de cosas extraordinarias, como ver resucitado a un muerto, sino de escuchar la
palabra de Dios.
De la
parábola se desprende, además, una enseñanza importante: que las decisiones que
tomamos aquí en la tierra, van conformando una unidad y tienen sus
repercusiones después de la muerte. Con ellas vamos dando unidad y sentido a
nuestra vida. El rico de la parábola opta por un estilo de vida, que lo lleva a
tratar a los demás de una manera determinada. Su persona queda marcada por su
estilo de vida y eso le trae consecuencias que van más allá de la muerte,
porque la persona es una unidad, antes y después de la muerte.
Para el
creyente, la dirección y el sentido de la vida se encuentra en la asimilación y
puesta en práctica de los valores del evangelio. Vivir en contradicción con
esos valores, como el rico de la parábola, es echar a perder la vida.
Quien piensa en los demás y vive para servir se hace pobre en espíritu y
se humaniza. Esto, según el evangelio, es vivir para Dios y estar en Dios. Por
el contrario, quien vive pensando únicamente en sí mismo, en su propio interés
y confort, se deshumaniza. Esto, según el evangelio, es estar fuera de Dios, es
infierno. Lo que salva es el corazón pobre, que ya no vive para sí sino para Él, que por nosotros murió y resucitó y, quiere que lo sirvamos en sus hermanos,
sobre todo en los más pequeños, con quienes Él se identifica.
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