P. Carlos Cardó, SJ
Santa Edith Stein, témpera del Rev. Richard
G. Cannuli, OSA (2009), Galería de Arte Universidad de Villanova, Pennsylvania,
Estados Unidos
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En aquel tiempo, uno de los escribas se acercó a Jesús y le preguntó: "¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?". Jesús le respondió: "El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento mayor que éstos".El escriba replicó: "Muy bien, Maestro. Tienes razón, cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él, y amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios".
Jesús, viendo que había hablado muy sensatamente, le dijo: "No estás lejos del Reino de Dios". Y ya nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Un maestro de la
ley plantea a Jesús un asunto fundamental: cuál es el mandamiento principal que
ha de regir al creyente. Esta pregunta dividía a las escuelas rabínicas pues para
muchos, sobre todo los fariseos, el primer mandamiento del amor a Dios se
cumplía en el culto del sábado, que valía tanto como los demás mandamientos. Jesús
le responde como respondería un judío fiel, que lleva grabado en su corazón y
recita cada mañana el “Schemá Israel”: Acuérdate,
Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.
Y añade Jesús que
el segundo es: Amarás a tu prójimo como a
ti mismo. Ambos preceptos se encontraban ya en la Biblia, en el Dt 6,4-9 y en el Lev 19,18b,
respectivamente. El primero confesaba la unicidad de Dios y la
disposición a amarlo con todo el ser. El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado entre
la enorme cantidad de preceptos, ritos y tradiciones que contiene el libro del
Levítico, como código de leyes sobre el culto.
Los dos
amores –a Dios y al prójimo– son indisociables ya desde el Antiguo Testamento. Ambos
son una misma realidad vista en sus dos dimensiones. Además Jesús, con su
palabra y con sus actitudes, manifiesta que el amor, que es la esencia misma de
Dios, se nos ha revelado y nos ha abrazado a todos, haciéndonos capaces de amar
como somos amados. Por eso dirá: Éste es
mi mandamiento: Ámense los unos a los otros como yo los he amado (Jn
15,12). El amor de Dios llega a nosotros en su Hijo y se traduce en nuestro
amor al prójimo. Nuestra relación con Dios se ha de manifestar en nuestra
relación con los demás. Y el amor al prójimo se ha de extender a la tarea de
establecer las condiciones necesarias para una convivencia humana en la
sociedad.
Por eso se puede
decir que la respuesta de Jesús al escriba deja en claro que el amor a Dios
(primer mandamiento) no conduce en primer lugar a las prácticas religiosas (el
culto del sábado) sino al comportamiento, a los valores éticos que han de
reflejarse en las relaciones humanas. De esta manera Jesús recoge y perfecciona
la enseñanza de los profetas que, como Oseas, habían afirmado el primado del
amor y la misericordia por encima del culto: Porque misericordia quiero y no sacrificios (Os 6,6).
En esto ha consistido la originalidad de Jesús: no sólo en haber
unido los dos mandamientos, sino en habernos amado y enseñado a amarnos unos a
otros con hechos y gestos concretos. Quien se acerca a su persona experimenta
que Dios, amor y fuente del verdadero amor, lo ha amado a Él personalmente de
manera gratuita, desinteresada e incondicional y, por eso, siente que puede
amar, cualesquiera que hayan sido las carencias o infortunios sufridos en su historia
personal. En Jesús se ha manifestado de tal manera la bondad de Dios, nuestro
Salvador, y su amor a todos los seres humanos (Tit 3, 4), que ya nada podrá
separarnos de ese amor (Rom 8,35.39).
Edith Stein, luego Santa Teresa Benedicta de la Cruz,
filósofa judía asesinada en el campo de concentración de Auschwitz en 1942 y canonizada
en 1998 por el Papa Juan Pablo II, dejó entre sus escritos esta categórica
declaración:
“Si Dios
está en nosotros y si Él es el Amor, no podemos hacer otra cosa que amar a
nuestros hermanos. Nuestro amor a nuestros hermanos es también la medida de
nuestro amor a Dios. Pero éste es diferente del amor humano natural. El amor
natural nos vincula a tal o cual persona que nos es próxima por los lazos de
sangre, por una semejanza de carácter o incluso por unos intereses comunes. Los
demás son para nosotros “extraños”, “no nos conciernen”… Para el cristiano no
hay “hombre extraño” alguno, y es ese hombre que está delante de nosotros quien
tiene necesidad de nosotros, quien es precisamente nuestro prójimo; y da lo
mismo que esté emparentado o no con nosotros, que lo “amemos” o dejemos de
amarlo, que sea o no “moralmente digno” de nuestra ayuda”. (Edith Stein, filósofa crucificada, Sal
Terrae, Santander 2000).)
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