P. Carlos Cardó, SJ
La disputa con los doctores en el templo, óleo sobre lienzo de Paolo
Veronese (1560), Museo del Prado, Madrid
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En aquel tiempo, Jesús dijo a las multitudes y a sus discípulos: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Hagan, pues, todo lo que les digan, pero no imiten sus obras, porque dicen una cosa y hacen otra. Hacen fardos muy pesados y difíciles de llevar y los echan sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con el dedo los quieren mover. Todo lo hacen para que los vea la gente.Ensanchan las filacterias y las franjas del manto; les agrada ocupar los primeros lugares en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; les gusta que los saluden en las plazas y que la gente los llame ‘maestros’. Ustedes, en cambio, no dejen que los llamen ‘maestros’, porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A ningún hombre sobre la tierra lo llamen ‘padre’, porque el Padre de ustedes es sólo el Padre celestial. No se dejen llamar ‘guías’, porque el guía de ustedes es solamente Cristo. Que el mayor de entre ustedes sea su servidor, porque el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido".
Estas
palabras de Jesús no se refieren únicamente a situaciones de su tiempo que hoy ya
no se dan; el fariseísmo es una tentación permanente en cualquier religión.
Jesús no ataca
la función magisterial que, desde Moisés, los escribas y fariseos ejercían en
las sinagogas. Lo que censura es la hipocresía con que se ejercita: el decir y
no hacer, el predicar una doctrina buena y llevar al mismo tiempo una conducta reprensible.
Igualmente podemos decir que palabras, discursos, cartas y documentos..., todo
eso es necesario, y no hay por qué atacarlo. Lo censurable es la incoherencia
entre lo que se predica y lo que se vive. No basta predicar una doctrina, es
necesario practicarla; entonces se hace creíble. Cuando las obras no
corresponden a las palabras, se da un antitestimonio que, en vez de hacer el
bien, confunde, desanima y causa escándalo.
Corresponde también
la actitud farisaica a un cristianismo vivido como una simple teoría: se puede
saber mucho de religión y, desde ese saber, creerse capaz de dictaminar lo que
otros deben hacer, pero eso no es verdadera religión. El evangelio no es algo
que se dice para que otros lo cumplan, sino algo que se vive en primera persona
y se testimonia con la propia conducta.
Quien habla
ha de aplicarse la doctrina; de lo contrario, es mejor que se calle y se limite
a decir como el publicano de la parábola: “Ten
piedad de mí, Señor, que soy un pecador” (Lc 18,13). Sólo así se humaniza y
se hace capaz de comprender las debilidades de los demás.
Jesús
critica, además, el legalismo farisaico que cargó la conciencia de la gente con
un sinnúmero de preceptos extraídos de la ley de Moisés. También hoy muchas
veces se predica el Evangelio reduciéndolo a un conjunto de deberes exigentes y
no como lo que es: una vida según el Espíritu del Señor, que es quien enseña a
descubrir la voluntad de Dios y llevarla a la práctica en toda circunstancia.
Sin la guía
del Espíritu, la letra de la ley mata, y el cumplimiento de las normas puede
degenerar en hipocresía. Además, con la ley uno puede pervertir su fe,
tranquilizar su conciencia y darse la seguridad de estar salvado. Pero ¡sólo
Dios salva! Y es el Espíritu de Dios el que inscribe en nuestros corazones la
interior ley de la caridad y del amor, que es la que debe guiar nuestra
conducta.
Proponer el Evangelio como un conjunto de leyes, y no como
Espíritu que da vida, es la tentación más terrible de la Iglesia. Muchos buscan la seguridad de la ley y del
deber cumplido, y esta actitud podría parecer la más “segura”, pero induce a la
persona a poner su confianza en los méritos obtenidos por el cumplimiento
material de lo mandado, a envanecerse en sus obras, o actuar movido por el
deber y no a impulsos de la generosidad propia del amor.
Sólo el amor, recibido como gracia y asumido como “el camino más
excelente” (1 Cor 12, 31), mueve a la
persona no desde fuera, como una obligación impuesta, sino desde el corazón, le
inspira el sentido de la gratuidad, le hace obrar con alegría y espontaneidad,
“porque el Señor es el Espíritu y donde
está el espíritu del Señor, ahí esta la libertad (2 Cor 3, 17).
Otra acusación
que hace Jesús, ya incluida en el sermón de la montaña (6,1-18), es la del exhibicionismo
espiritual de quienes pretenden ganarse fama de santos y obtener honores y distinciones.
Las filacterias son tiras de pergamino con textos de la Ley, envueltas
en cintas de cuero, que el judío lleva sobre la cabeza y en el brazo izquierdo
durante la oración de la mañana. Los fariseos las alargaban para hacerlas más
visibles. Asimismo, en Oriente los saludos y los puestos en los banquetes daban
categoría, hacían ver a qué nivel estaba cada cual, qué honor se le debía; por
eso los fariseos buscaban los primeros lugares. Jesús rechaza todo tipo de pretensión y quiere para sus discípulos un
modo de ser muy diferente, cercano y fraterno.
Por eso también dice a sus
discípulos que no deben dejarse llamar maestro
(o señor mío), ni padre ni doctor (o jefe) porque uno solo es el Maestro, uno sólo es el Padre de todos
y sólo el Mesías es el jefe. No se trata, naturalmente, de tomar las palabras
del evangelio en su literalidad –pues Pablo, siervo de todos, se consideraba padre de los corintios (1 Cor 4,15) y doctor y
maestro de los gentiles (1 Tim
2,7; 2 Tim 1,11) –, sino de buscar
la sencillez y no la ostentación, el servicio y la cercanía fraterna, no el
dominio y el afán de poder. Ser con
sencillez lo que debemos ser a los ojos de Dios y de la gente y atribuirle a Él
la gloria de lo bueno que hacemos, es andar en la verdad de nosotros mismos.
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