P.
Carlos Cardó, SJ
Las bodas de Caná. Óleo de Gerard David (1511). Museo del Louvre,
París
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En una ocasión, en que los discípulos de Juan el Bautista y los fariseos ayunaban, algunos de ellos se acercaron a Jesús y le preguntaron: "¿Por qué los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan, y los tuyos no?" Jesús les contestó: "¿Cómo van a ayunar los invitados a una boda, mientras el novio está con ellos? Mientras está con ellos el novio, no pueden ayunar. Pero llegará el día en que el novio les será quitado y entonces sí ayunarán. Nadie le pone un parche de tela nueva a un vestido viejo, porque el remiendo encoge y rompe la tela vieja y la rotura se hace peor. Nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque el vino rompe los odres, se perdería el vino y se echarían a perder los odres. A vino nuevo, odres nuevos".
Los fariseos están al acecho para ver de qué pueden acusar a Jesús. Seguramente lo han visto a Él y a
sus discípulos comiendo en casa del publicano Leví. Por eso
le preguntan: ¿Por qué razón… tus
discípulos no ayunan? Jesús les
contesta indirectamente haciéndoles ver el significado de su presencia. Él trae
consigo la realización de aquello que se esperaba para el tiempo del Mesías. Su
venida inaugura la fiesta anunciada por los profetas: “El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido. Me ha
enviado… para consolar a los afligidos…; para cambiar su ceniza en corona, su
luto en perfume de fiesta, su abatimiento en traje de gala” (Is 61, 1.3).
Jesús dice de sí mismo que es el novio
y que sus seguidores son los amigos del
novio. La metáfora del “novio” o del “esposo” la usaban los profetas para
designar a Dios, que se había unido a su pueblo Israel con una alianza de amor
y fidelidad. Jesús se la aplica. Afirma con ello que ocupa el lugar de Dios y
que la antigua alianza da paso a la nueva, que consiste ahora en vincularse a
Dios presente en su persona. La relación con Dios es directa, la presencia de
Dios se ha hecho inmediata. Por tanto, el perdón no depende del ayuno
penitencial y expiatorio, sino de la adhesión personal a Jesús. De eso se
trata, de adherirse a él, de seguirlo por medio de una relación de amistad (como amigos del novio) y no como un
sometimiento a normas venidas del exterior. Jesús pasa a ser la norma interior de
vida. Su persona, su tarea, su modo de proceder, sus actitudes e ideales se
convierten en el referente del cristiano en todo su comportamiento.
En esto consiste la novedad que trae consigo el evangelio. Para
reforzar la idea, Marcos añade dos parábolas sobre el remiendo del vestido viejo
con tela nueva, que acaba por romperlo más, y el vino nuevo que se guarda en
cueros viejos y los hace reventar. La advertencia es clara: son inconciliables
lo nuevo y lo viejo, es peligroso intentar acomodarlos. Los valores del reino
que Jesús transmite son incompatibles con el tejido de la antigua ley y religión.
Es necesaria la renovación, a la que el mismo Jesús exhorta desde el inicio de
su predicación: ¡Cambien de vida y crean
en el evangelio! (Mc 1, 15).
La conversión a Cristo es lo que hace posible mantener el sentido de
la fiesta y de la alegría como característica de la vida del cristiano. Jesús,
el Novio, nos hace imaginar un “estado permanente de boda”, una existencia en la que es posible
experimentar de continuo el amor incesante del Padre por nosotros, por nuestro
mundo y por nuestra historia. Además, el Novio nunca se irá. Por eso la fiesta
tiene rango de valor cristiano permanente. Tendrán
una alegría que nadie les podrá quitar (Jn 16,22).
Pero hay que
entenderla bien. Fruto de la alegre noticia que es el
evangelio, la alegría cristiana no es simplemente el sentimiento natural de
optimismo, ni menos aún el cinismo o frivolidad de quien no percibe que hay
muchas cosas en el mundo que deben ser negadas, suprimidas o cambiadas
radicalmente porque causan dolor y sufrimiento. Siempre la alegría cristiana,
más que cualquier otra virtud, puede ser mal empleada y manipulada. Pero si es
auténtica, es todo un programa de vida. La alegría del evangelio incluye
afirmar que la vida humana, la propia y la de los demás, es digna de
aceptación, debe ser respetada y servida, y puede así convertirse en fuente de
gratitud.
Por eso, no se da sin amor: la alegría sin el interés práctico propio
del amor, no es más que una vana ilusión; así como el amor, sin la amabilidad
de la alegría, degenera en un frío deber o en una actitud de dominio. Por ahí
es por donde adquieren sentido válido y eficiente para nosotros hoy las
palabras de Jesús: ¿Pueden acaso ayunar
los invitados a la boda mientras el novio está con ellos?
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