P. Carlos Cardó, SJ
Adoración de
los Magos. Óleo de Domenico Ghirlandaio, Galería Uffizi, Florencia.
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La Epifanía
es la fiesta de la manifestación de Jesús como Salvador de todas las naciones, simbolizadas
en los sabios de Oriente.
Con un conjunto de símbolos de gran poder sugestivo, el relato de
San Mateo hace ver la trascendencia universal que tiene el nacimiento de Jesús:
es el Mesías que trae la salvación para todo el mundo, para todas las naciones,
pueblos y culturas. Todo el género humano está llamado a conocer y acoger la
luz que brilla en medio de la oscuridad. El horizonte de la historia humana no se
pierde en las tinieblas. A todos los pueblos y personas los guía el único Dios.
El Espíritu, que actúa en sus corazones, los impulsa a buscar el sentido que
debe tener su vida, la rectitud que debe caracterizar su conducta, y el empeño
que deben poner para construir la paz por medio de la justicia. Para todos nace
el Señor. Y por ello se hace posible la acogida fraterna de todas las personas,
por encima de las diferencias sociales y culturales. El misterio de Belén lo
hace posible.
Una luz brilla como estrella radiante en el interior de las
personas. Se dejan guiar por ella los sabios de todos los tiempos que
disciernen los significados de los acontecimientos y se hacen lo
suficientemente pobres y sencillos para salir de sí mismos y tender con
perseverancia hacia el conocimiento de la verdad plena. Dios ha creado a todos para que lo busquen, a ver si a tientas lo
llegan a encontrar, dado que no está lejos de nosotros, pues en él vivimos, nos
movemos y existimos (Hech 17, 27-28).
Los valores de las culturas y de las religiones de la tierra, los
logros de la razón humana en todos los campos de las ciencias y de las artes, el
progreso de los pueblos en su organización humana fraterna, y el dictamen
interior de la propia conciencia, señalan los largos y diversos caminos hacia
la verdad, que confluyen en Jerusalén.
Hacia ella dirigen sus pasos los magos. Han oído que en Jerusalén
se les puede transmitir el conocimiento que les falta, pues es la ciudad santa,
capital de la nación que es portadora de una extraordinaria revelación de Dios.
Pero la estrella que los guiaba no brilla sobre Jerusalén. No encuentran en
ella más que mentira y afán de poder: el rey Herodes, rodeado de los sumos
sacerdotes y expertos en religión afirman, sí, conocer la revelación contenida
en las Escrituras, y envían a los magos a Belén tierra de Judá, pero ellos no
van. Ven como una amenaza al recién nacido rey de los judíos. Vayan ustedes, les dice Herodes, e infórmense bien sobre ese niño… y avísenme
para ir yo también a adorarlo. Pertenecen al pueblo escogido y manejan las
Escrituras, pero rechazan al Salvador que Dios les había prometido. Los
extranjeros, en cambio, venidos de lejos, lo acogen con inmensa alegría.
La estrella que los había guiado volvió a aparecer en Belén y se
detuvo encima de donde estaba el niño. Él es el que da la luz a la estrella que
brilla en la noche (cf. Sab 10,17). Por
eso dirá de sí mismo: Yo soy la luz del
mundo (Jn 8,12). Luz de Dios que viene para todos, pero que hay que
buscarla, acogerla y dejar que transforme la vida.
Dice el evangelio que los magos vieron al niño con su madre María y lo adoraron postrados en tierra. Los
griegos hacían esto como tributo a sus dioses, los orientales se postraban
también ante sus reyes. Después abrieron sus cofres y le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.
Una antiquísima tradición que se remonta a San Ireneo de Lyon en
el siglo II, interpreta el oro como tributo al rey, el incienso como ofrenda a Dios
y la mirra como como referencia a la muerte de Jesús. Muchas otras interpretaciones
se han sucedido en la historia: el oro de las obras buenas, el incienso de la
oración y la mirra del control de los instintos. Otros ha visto en los regalos
de los magos la entrega de lo mejor de uno mismo: el amor, que es la mayor
riqueza personal; los deseos y aspiraciones que son como el incienso invisible
que sube a lo alto; la condición mortal y los padecimientos, que hacen
referencia a la mirra, que cura las heridas y preserva de la corrupción.
Todo lo que amamos, deseamos y tenemos, eso es nuestro tesoro. Se lo
ofrecemos a Dios y Él entra a nuestro tesoro. Un villancico que se canta hasta
hoy en algunas iglesias evangélicas exhorta a dar al Niño esos mismos regalos
porque «todo cristiano puede ofrecer estos dones, el pobre no menos que el
rico».
El relato termina con una observación importante: advertidos de
que no volvieran donde Herodes, los magos retornan a su región de origen pero por otro camino. Quien se encuentra con
Cristo cambia de rumbo, queda transformado. Estos hombres buscaban a Dios y Dios
los encontró. Ahora llevan consigo al Emmanuel, al Dios-con-nosotros.
La Epifanía nos hace ver que somos peregrinos, por caminos que pueden
atravesar desiertos y oscuridades, pero siempre hay una estrella que brilla y
guía hasta Dios. Ella está allí, en el firmamento de nuestro corazón, en
nuestro deseo de libertad interior, de bondad y de felicidad, y también en el
pesar que nos causan nuestras debilidades y culpas. Lo importante es buscar. El que busca encuentra, al que llama se le
abre. Pronto o tarde una estrella brillará. No se equivoca nadie que sigue
a Cristo.
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