P. Carlos Cardó, SJ
Agnus Dei (Cordero de Dios), óleo de Francisco de Zurbarán (1635-1640),
Museo del Prado, Madrid
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Dice el
evangelio que Juan Bautista, acompañado de algunos discípulos, “viendo pasar a
Jesús, dice: Ahí está el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Con
estas palabras, Juan declara que Jesús es el Mesías, que es superior porque existía
antes que él (Jn 1,30; 1,1). Juan
bautiza con agua (Jn 1,3 1 -1 Mc 1,8), Jesús “va a bautizar
con Espíritu Santo” (Jn 1,33); Jesús
es el novio, al que pertenece la esposa, Juan sólo es el amigo del novio (Jn 3,29). Juan llama a la conversión de
los pecados (Lc 3,3), Jesús es “el
cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
¿Qué quiere
decir que Jesús sea el Cordero de Dios?, ¿qué sugiere esta metáfora? El cordero
era la víctima del sacrificio de expiación y comunión que hacían los judíos en
el templo. En la pascua, cuando celebraban la liberación de Egipto, la comida
del cordero evocaba la sangre de los corderos que salvó a Israel del
exterminio. En la perspectiva cristiana Jesús viene a ser “el verdadero cordero
que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando
restauró la vida”.
“Los han
rescatado... con la preciosa sangre de Cristo, cordero sin mancha” (1 Pe 1,18-20); “vi un cordero como
sacrificado... porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios
hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación...” (Ap 5,6ss); “nuestra cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado” (1 Cor 5,7). El evangelista Juan refuerza
este significado al señalar que Jesús fue crucificado la víspera de Pascua (Jn 13,1; 18,28.39- 19,14.31.42), en el
mismo día y casi a la misma hora en que eran inmolados los corderos en el
templo y, en lugar de romperle las piernas, como solían hacer con los
crucificados, a Jesús no le rompieron ningún hueso y sólo fue atravesado por la
lanza (Jn 19,36).
Pero no cabe duda que la designación
de Jesús como el “cordero que quita el pecado” alude a los cánticos del profeta
Isaías sobre el Siervo de Yahvé (Is
52,13-53,12). En ellos, el profeta anuncia la
venida de un personaje que vendrá con la misión de reunir al pueblo de Dios
disperso por los pecados cometidos. Cargando sobre sí el pecado de todos, el
siervo restablecerá la unión entre el pueblo y su Señor. Desde su nacimiento, el
siervo será “luz de las naciones”
porque con él la salvación alcanzará a toda la humanidad. Es tan
impresionante la coincidencia entre las profecías de Isaías y los relatos
evangélicos que se puede decir que aquellos cánticos son como un retrato
anticipado de Jesús, manso y humilde, y, sobre todo, de los sufrimientos y dolores
de su pasión, voluntariamente aceptada, por la salvación del mundo.
Conviene
notar que Jesús quita el pecado del
mundo (no se habla de los pecados), porque Jesús arranca la raíz del mal que
actúa en el mundo. La ausencia o desconocimiento de Dios, origen de toda trasgresión,
es lo que el Cordero quita en el mundo. Sólo Dios puede quitarlo. Y lo borra no
sólo del corazón de cada persona, sino también de la sociedad.
El texto de
Juan, finalmente, menciona al Espíritu Santo que descendió sobre Jesús en el
Jordán. En el bautismo, Jesús se revela como el Hijo de Dios que se ha hecho
hermano nuestro y se ha sumergido en la humana condición. Juan Bautista ha
visto reposar sobre Él al Espíritu Santo, es decir, no sólo bajar a él sino morar,
habitar en él, como lo había anunciado Isaías: Sobre él reposará el Espíritu de
Yahvé, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y de temor del Señor (Is
11,2).
Por eso los
evangelios testimonian que la razón por la que Jesús habló y actuó como lo hizo
fue que estaba lleno del Espíritu divino. Jesús es concebido por obra y gracia
del Espíritu Santo; es conducido al desierto por el Espíritu Santo; expulsa a
los demonios y hace milagros gracias al Espíritu Santo; va a la muerte
impulsado por el Espíritu Santo y resucita con la fuerza del Espíritu Santo. En
el momento de su muerte entrega el Espíritu, y en su Resurrección es elevado al
mismo nivel de Dios, desde donde envía a nosotros el Espíritu: “Reciban el
Espíritu Santo”. Por esto es el Salvador. Fuera de Él sólo se puede bautizar
con agua. Sólo Él bautiza con Espíritu Santo.
La Iglesia
reconoce con Juan Bautista que Jesús es el Salvador. En la Eucaristía, la
Iglesia hace presente la entrega del Cordero, cuya sangre es derramada para la
remisión de los pecados. Nos acercamos a la mesa de la comunión para llenarnos
del Espíritu del Señor, pues también su Espíritu se nos da con su cuerpo y su
sangre. Escribe san Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí
mismo y de su Espíritu [...], y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu.
[...]. Tomen, coman todos de él, y coman con él al Espíritu Santo…, el que lo
come vivirá eternamente».
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