P. Carlos Cardó, SJ
El sermón de la montaña, fresco de Cosimo Rosselli (1482), Capilla Sixtina, El Vaticano |
El sermón del monte recoge los criterios
según los cuales Dios juzga y actúa. Y es fácil comprobar que son criterios
opuestos a los del mundo. La sociedad ofrece otros medios para fabricar la felicidad.
Jesús se alegra con los desdichados porque tienen "mayor ventaja":
Dios está a su favor, con ellos, promoviendo la transformación del mundo en
justicia, paz y fraternidad.
Las bienaventuranzas no pueden
servir de pretexto para obrar la injusticia o resignarse a ella. Al contrario, ellas
dejan al descubierto la raíz de toda injusticia y corrupción, que proviene del
hecho de considerar dichosos al rico y al poderoso que dominan a los demás. Si
éste es nuestro único criterio de valorar las cosas, es claro que continuarán
las injusticias y la corrupción y consentiremos con ellas. De ninguna manera el
pobre es bienaventurado por la pobreza en que vive. Sólo el cambio de valores
que Jesús enseña puede hacerles comprobar que Dios está con ellos y que el
evangelio es buena noticia.
Tampoco se puede ver el sermón
del monte como una nueva ley, más difícil que la antigua. Es la descripción del
corazón nuevo que Dios prometió por medio de los profetas. Por eso, lo que aquí
afirma Jesús es lo que Él vive y lo que comunica a los que lo siguen. Sus
palabras no son ley, sino buena noticia; no son exigencias nobles y difíciles,
sino el anuncio de la obra que quiere realizar en nosotros si lo aceptamos. Sin
el don de su Espíritu del amor, las bienaventuranzas no son otra cosa que una
ideología, tanto más desesperante cuanto sublime.
Estas palabras son para todo
aquel que busca el sentido y verdad de su vida. Son las actitudes que mueven el
trabajo para hacer realidad una nueva humanidad. Son los rasgos que podemos ver
en aquellas personas y comunidades que se caracterizan por ser misericordiosas,
por tener limpio el corazón y buscar la paz. Estos hombres y mujeres
contribuyen a la creación de un mundo justo, solidario y feliz. Ellos
reproducen los rasgos del ser humano que Dios creó “a imagen y semejanza suya”.
- Pobres de espíritu: sin codicia ni apegos materiales. Son los humildes
de corazón de pobre, en contraposición a los de corazón duro y dura cerviz. El
pobre de espíritu –o pobre en el espíritu– es humilde: vive de lo que le dan y
es agradecido. Así es Jesús, el Hijo, que todo lo recibe del Padre. Todos somos
lo que hemos recibido. El motivo de la bienaventuranza no es la pobreza sino el
por qué, lo que con ella se consigue: al pobre, Dios lo llena de sus dones
y está dispuesto a dársele. La pobreza es la condición para acogerlo.
- Pacientes: bondadosos, han desterrado de su alma la hostilidad. No
pelean y ceden en vez de agredir al adversario. No se irritan, no intentan
dominar, ni buscan la venganza. No son insensibles, son dueños de sí mismos y
saben que el comportamiento modifica el sentimiento.
- Los afligidos: firmes frente al
sufrimiento, no sacan de él ni pesimismo ni amargura. Dios les da consuelo y los
fortalece para poner amor en la adversidad y superarla.
- Los que tienen hambre y sed de justicia:
convencidos de que el respeto y la equidad son la condición para poder vivir humanamente
en sociedad, se empeñan en descubrir nuevos horizontes de posibilidades, crear
alternativas de vida digna para todos, abrir caminos para la superación de los
conflictos.
- Misericordiosos: interesados en resolver el problema del otro,
muestran una especial sensibilidad frente al sufrimiento ajeno, hasta el punto
de sentirlo como propio. Es la forma fundamental del amor: pasión que se hace
com-pasión.
- Limpios de corazón: El corazón es el centro de la persona. En su
corazón llevan a Dios y lo ven en todas las cosas, porque en todo está Dios. Carecen de
malicia, buscan el bien, son rectos y leales con Dios y con el prójimo. El corazón limpio no está
dividido por conflictos de lealtades, ni mezcla de intereses, no es hipócrita
ni inseguro.
- Constructores de la paz: se oponen a todo tipo de violencia, evitan
todo conflicto y los que son inevitables, procuran resolverlos con diálogo y
concertación. Construyen fraternidad, es decir, colaboran en la obra que Dios,
después de la creación, sigue realizando entre los seres humanos. Por eso Él los
acoge como hijos e hijas.
- Perseguidos: personas así podrán ser incomprendidas y aun
perseguidas porque su sola presencia contradice a los poderosos. Quien ama a
los hermanos se choca con el mal: encuentra hostilidad. Como Jesús. El
discípulo sabe que su destino puede ser el de su Maestro y sabe también que “si
con él morimos, reinaremos con él” (2Tim
2,11).
Así pensó Dios al ser humano
cuando lo iba modelando con sus propias manos.
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