domingo, 29 de enero de 2017

Homilía del IV domingo del tiempo ordinario: Las Bienaventuranzas

P. Carlos Cardó, SJ
El sermón de la montaña, fresco de Cosimo Rosselli (1482), Capilla Sixtina, El Vaticano
El sermón del monte recoge los criterios según los cuales Dios juzga y actúa. Y es fácil comprobar que son criterios opuestos a los del mundo. La sociedad ofrece otros medios para fabricar la felicidad. Jesús se alegra con los desdichados porque tienen "mayor ventaja": Dios está a su favor, con ellos, promoviendo la transformación del mundo en justicia, paz  y fraternidad.
Las bienaventuranzas no pueden servir de pretexto para obrar la injusticia o resignarse a ella. Al contrario, ellas dejan al descubierto la raíz de toda injusticia y corrupción, que proviene del hecho de considerar dichosos al rico y al poderoso que dominan a los demás. Si éste es nuestro único criterio de valorar las cosas, es claro que continuarán las injusticias y la corrupción y consentiremos con ellas. De ninguna manera el pobre es bienaventurado por la pobreza en que vive. Sólo el cambio de valores que Jesús enseña puede hacerles comprobar que Dios está con ellos y que el evangelio es buena noticia.
Tampoco se puede ver el sermón del monte como una nueva ley, más difícil que la antigua. Es la descripción del corazón nuevo que Dios prometió por medio de los profetas. Por eso, lo que aquí afirma Jesús es lo que Él vive y lo que comunica a los que lo siguen. Sus palabras no son ley, sino buena noticia; no son exigencias nobles y difíciles, sino el anuncio de la obra que quiere realizar en nosotros si lo aceptamos. Sin el don de su Espíritu del amor, las bienaventuranzas no son otra cosa que una ideología, tanto más desesperante cuanto sublime.
Estas palabras son para todo aquel que busca el sentido y verdad de su vida. Son las actitudes que mueven el trabajo para hacer realidad una nueva humanidad. Son los rasgos que podemos ver en aquellas personas y comunidades que se caracterizan por ser misericordiosas, por tener limpio el corazón y buscar la paz. Estos hombres y mujeres contribuyen a la creación de un mundo justo, solidario y feliz. Ellos reproducen los rasgos del ser humano que Dios creó “a imagen y semejanza suya”.
- Pobres de espíritu: sin codicia ni apegos materiales. Son los humildes de corazón de pobre, en contraposición a los de corazón duro y dura cerviz. El pobre de espíritu –o pobre en el espíritu– es humilde: vive de lo que le dan y es agradecido. Así es Jesús, el Hijo, que todo lo recibe del Padre. Todos somos lo que hemos recibido. El motivo de la bienaventuranza no es la pobreza sino el por qué, lo que con ella se consigue: al pobre, Dios lo llena de sus dones y está dispuesto a dársele. La pobreza es la condición para acogerlo.
- Pacientes: bondadosos, han desterrado de su alma la hostilidad. No pelean y ceden en vez de agredir al adversario. No se irritan, no intentan dominar, ni buscan la venganza. No son insensibles, son dueños de sí mismos y saben que el comportamiento modifica el sentimiento.
- Los afligidos: firmes frente al sufrimiento, no sacan de él ni pesimismo ni amargura. Dios les da consuelo y los fortalece para poner amor en la adversidad y superarla.
- Los que tienen hambre y sed de justicia: convencidos de que el respeto y la equidad son la condición para poder vivir humanamente en sociedad, se empeñan en descubrir nuevos horizontes de posibilidades, crear alternativas de vida digna para todos, abrir caminos para la superación de los conflictos.
- Misericordiosos: interesados en resolver el problema del otro, muestran una especial sensibilidad frente al sufrimiento ajeno, hasta el punto de sentirlo como propio. Es la forma fundamental del amor: pasión que se hace com-pasión.
- Limpios de corazón: El corazón es el centro de la persona. En su corazón llevan a Dios y lo ven en todas las cosas, porque en todo está Dios. Carecen de malicia, buscan el bien, son rectos y leales con Dios y con el prójimo. El corazón limpio no está dividido por conflictos de lealtades, ni mezcla de intereses, no es hipócrita ni inseguro.
- Constructores de la paz: se oponen a todo tipo de violencia, evitan todo conflicto y los que son inevitables, procuran resolverlos con diálogo y concertación. Construyen fraternidad, es decir, colaboran en la obra que Dios, después de la creación, sigue realizando entre los seres humanos. Por eso Él los acoge como hijos e hijas.
- Perseguidos: personas así podrán ser incomprendidas y aun perseguidas porque su sola presencia contradice a los poderosos. Quien ama a los hermanos se choca con el mal: encuentra hostilidad. Como Jesús. El discípulo sabe que su destino puede ser el de su Maestro y sabe también que “si con él morimos, reinaremos con él” (2Tim 2,11).
Así pensó Dios al ser humano cuando lo iba modelando con sus propias manos.

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