P. Carlos Cardó, SJ
Las Bodas de
Caná. Óleo de Pablo Veronese, Museo del Louvre, París.
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En aquel tiempo, hubo una boda en Caná de Galilea, a la cual asistió la madre de Jesús. Éste y sus discípulos también fueron invitados. Como llegara a faltar el vino, María le dijo a Jesús: "Ya no tienen vino". Jesús le contestó: "Mujer, ¿qué podemos hacer tú y yo? Todavía no llega mi hora". Pero ella le dijo a los que servían: "Hagan lo que él les diga".Había allí seis tinajas de piedra, de unos cien litros cada una, que servían para las purificaciones de los judíos. Jesús dijo a los que servían: "Llenen de agua esas tinajas". Y las llenaron hasta el borde. Entonces les dijo: "Saquen ahora un poco y llévenselo al mayordomo".Así lo hicieron, y en cuanto el mayordomo probó el agua convertida en vino, sin saber su procedencia, porque sólo los sirvientes la sabían, llamó al novio y le dijo: "Todo el mundo sirve primero el vino mejor, y cuando los invitados ya han bebido bastante, se sirve el corriente. Tú, en cambio, has guardado el vino mejor hasta ahora".Esto que Jesús hizo en Caná de Galilea fue la primera de sus señales milagrosas. Así mostró su gloria y sus discípulos creyeron en él.
Jesús, el
portador de la alegría y el gozo, regala en abundancia el vino nuevo a una
fiesta de bodas que languidece por falta de vino.
El
simbolismo de las bodas recorre la Escritura. Dios se une a la humanidad,
representada en el pueblo de Israel, por medio de una alianza semejante a la
unión matrimonial. Su amor por nosotros se expresa como una relación de
interés, cuidado y mutua pertenencia; con sentimientos de ternura, compañía y
unión que da vida. La Biblia canta el amor de Dios y nos ofrece en el poema del
Cantar de los Cantares sobre el amor del hombre y la mujer la más bella
metáfora de la recíproca búsqueda de amor entre Dios y la humanidad. Para San
Pablo el amor matrimonial refleja la unión de Cristo y su esposa la Iglesia.
Más que el
milagro en sí de la conversión del agua en vino, lo que más se resalta en el
relato es la esplendidez y gratuidad del don (¡600 litros de vino!), que
resuelve nuestra incapacidad para alcanzar la alegría perfecta con los medios
con que contamos. Los judíos procuraban inútilmente alcanzarla con la ley y las
tradiciones religiosas, representadas en las seis vasijas de agua destinadas a
sus ritos de purificación. Les faltaba el vino que alegra el corazón: la
generosidad del amor, que va más allá de la ley. También nuestra vida puede quedar
sin la alegría que debería tener. Si “hacemos lo que él nos diga”, Él llenará
nuestras vasijas vacías con el vino nuevo de la fiesta, que está reservado para
el final, pero que podemos disfrutar ahora.
En Caná, Jesús
dio comienzo a sus signos. Sus
acciones son signos de lo que Él es y del reino que Él trae. Con el signo de
Caná manifestó su gloria y sus discípulos
creyeron en él. Quedó de manifiesto que es en la vida ordinaria –en que las
personas se casan y celebran sus fiestas– donde se puede vivir con alegría, ya
desde ahora, aquella vida humana que constituye la gloria de Dios.
Pero no se
puede entender cabalmente el signo de Caná sin su referencia a la cruz. El texto
lo hace implícitamente introduciendo el tema de la “hora”, que para Juan es
siempre la hora de la pasión, en la que Jesús llevará su amor hasta el extremo (13,1).
Muchas otras
interpretaciones pueden hacerse de Caná. El agua alude al bautismo, que hace
nacer de nuevo. Está ahí la Iglesia, esposa de Cristo, representada en los
discípulos y la madre de Jesús. En el vino, se puede ver la Eucaristía, sacramento
de la sangre de Cristo que sella la nueva alianza y se nos da como bebida. Y,
por supuesto, sobresale la presencia y significado de María en la obra de
salvación.
Jesús la llama Mujer. Lo mismo hará en la cruz: Mujer,
ahí tienes a tu Hijo (19,25-26). Entonces recibirá de su Hijo el encargo de
ser la madre de todos nosotros, representados en la figura del discípulo a
quién Él tanto quería. Desde ese lugar privilegiado que le ha sido asignado,
María vela por los creyentes como auténticos hijos suyos, es madre y figura de
la Iglesia. Cabe recordar también que el término “mujer” designa en el Antiguo Testamento a Israel, la hija de Sión
que escucha la palabra de Dios y ansía su cumplimiento. Todo eso es María, la
Mujer.
¿Qué nos va a mí y a ti? No es un reproche. Literariamente es un hebraísmo difícil de traducir e
interpretar. Se trata de una pregunta que
no necesita respuesta, sino que mueve a reflexionar sobre lo que está
pasando: la vieja religión de Israel, representada en aquella boda, ya no
interesa, ya cumplió su papel y hay que dejarla pasar. La nueva y definitiva
relación con Dios vendrá en la Hora de Jesús. Allí se inaugurarán las bodas del
Cordero, la fiesta verdadera. María lo entiende, por eso su pronta actuación: Hagan lo que él les diga, dijo a los
sirvientes.
María nos
pone con su Hijo, en eso consiste su misión en el plan de salvación. Si
escuchamos su invitación a hacer lo que Jesús nos diga, el agua de nuestra
humanidad vacía y sin alegría se cambiará en el vino de la fiesta de Dios con
nosotros.
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