P. Carlos Cardó, SJ
Curación del paralítico. Óleo de Bartolomé Murillo (1670), Galería Nacional de Londres. |
En aquel tiempo, Jesús entró en la sinagoga, donde había un hombre que tenía tullida una mano. Los fariseos estaban espiando a Jesús para ver si curaba en sábado y poderlo acusar. Jesús le dijo al tullido: "Levántate y ponte allí en medio". Después les preguntó: "¿Qué es lo que está permitido hacer en sábado, el bien o el mal? ¿Se le puede salvar la vida a un hombre en sábado o hay que dejarlo morir?". Ellos se quedaron callados. Entonces, mirándolos con ira y con tristeza, porque no querían entender, le dijo al hombre: "Extiende tu mano". La extendió, y su mano quedó sana. Entonces se fueron los fariseos y comenzaron a hacer planes con los del partido de Herodes, para matar a Jesús.
Este pasaje condensa la enseñanza
de Jesús respecto a la libertad de espíritu frente al rigorismo legal y,
concretamente, respecto al precepto del sábado. El sábado es para el hombre: en
Jesús llega el sábado perfecto, tiempo de la gracia y amor salvador de Dios.
Jesús está
en una sinagoga. Como siempre, los fariseos aparecen al acecho para acusarlo: no
se muestran dispuestos a reconocer a Dios en el hombre y sus defensas de los
preceptos de la ley corresponden a la imagen que tienen de Dios: alejado,
extraño a la vida y a las reales necesidades humanas.
Aparece en
escena un hombre que tiene la mano atrofiada. No es un enfermo que está en las
últimas, pero es un ser humano inhabilitado para muchas acciones. Según la
mentalidad judía, además, lleva en su cuerpo la huella del pecado. Jesús invita
al enfermo a ponerse de pie y a colocarse en el centro. Hace que la atención de
toda la comunidad se dirija a este ser humano.
La atención
de Jesús al enfermo no se va a limitar a su salud física; apunta a la libertad
interior que Él quiere que tenga la gente respecto del sábado y de la ley.
Quiere liberar de la opresión legalista a que someten los fariseos y dirigentes
a los fieles. Al mismo tiempo, por medio del signo de la curación del enfermo
va a manifestar que, con su venida y por la fe en Él, el amor de Dios despliega
su fuerza salvadora, la creación es liberada del mal y de la muerte y se
inaugura el verdadero sábado de la presencia de Dios entre los hombres. Todo esto
sugiere Jesús con su pregunta: ¿Qué está
permitido en sábado salvar la vida o destruirla? El sábado, el culto, la
moral y, en general, la religión auténtica, son para dar vida, no lo contrario.
Ellos no
respondieron nada. Y Jesús sintió ira. El evangelista Marcos se vale de esta
expresión fuerte para afirmar que el pesar que siente Jesús es la conmoción del
Hijo de Dios ante la dureza de los corazones de los hombres. Es el mismo
sentimiento que, según los profetas, llevaba a Dios a lamentarse por el corazón
endurecido, expresión suprema de la incredulidad (cf. Jer 3, 17; 7, 24; 9,13; 11,18; 13, 10; 16, 12; 18, 12; 23, 17; Sal
81,13; Dt 29,18).
El milagro
va a ser signo del don de la vida nueva, liberada, que ya Ezequiel había
prefigurado como el don del corazón nuevo, que reemplaza al corazón seco, de
piedra (cf. Ez 36,26). La humanidad,
representada en el hombre de la mano seca, extiende la mano para acoger el don
del agua de la nueva vida, del espíritu que vivifica y hace vivir en la
libertad de los hijos de Dios.
Los fariseos
ven lo ocurrido y se retiran como habían venido, con todas sus resistencias a
la vida y a la libertad, con su aferrarse a la ley que mata y su rechazo al
espíritu de Jesús que los invita a olvidarse de sí y abandonar su futuro en
manos de Dios. Ellos, a diferencia del hombre de este pasaje, no abren la mano
«seca», se quedan fosilizados en sus leyes y en sus méritos para siempre; su
corazón endurecido no palpita de alegría ante el don de la salvación que Jesús
ofrece.
Y ellos, que
no permiten hacer el bien y salvar una vida en sábado, se permiten a sí mismos
el mal, tomando en sábado la decisión de asesinar a Jesús. La dureza de corazón
es la causa de la muerte de Jesús y del hombre. Contrapuesta a esta dureza de
corazón aparecerá el gozo y maravilla de los sencillos por la autoridad con que
Jesús enseñaba y por la curación de los enfermos (cf. 1,22.27). Queda claro que
una religión, que no abre los ojos a la fe que libera, es la peor enemiga del
evangelio. Y es un peligro constante contra el que Pablo advierte a los Gálatas
y a los Romanos.
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