P. Carlos Cardó, SJ
Bautismo de Jesús,
óleo de Pietro Perugino, Museo de Bellas Artes de Rouen, Francia
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En aquel tiempo, Juan predicaba diciendo: "Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo, uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo".
Por esos días, vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Al salir Jesús del agua, vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en figura de paloma, descendía sobre él. Se oyó entonces una voz del cielo que decía: "Tú eres mi Hijo amado: yo tengo en ti mis complacencias".
Al inicio
del evangelio de Marcos, el pasaje del bautismo de Jesús en el Jordán traza la
línea de mira que hay que tener para conocerlo: es el Mesías, el Cristo, ungido
por el Espíritu, y el Hijo amado de Dios, en quien Dios su Padre se complace.
En el Jordán
aparece simbólicamente lo esencial de la misión de Jesús. Realizará su obra de
salvación del género humano, no poniéndose
por encima de nosotros, sino ‘con nosotros’, demostrando que en Él Dios
se ha hecho en verdad el Dios-con-nosotros. Y así, identificándose con nuestra
realidad, alineado entre los pecadores, como uno más: Fue contado entre los malhechores (Is 53,2). En Jesús, Dios se ha
acercado a lo más profundo de nosotros, hasta tocarnos en nuestro ser pecadores.
Bautismo
significa ‘inmersión’. Hundirse en el agua era símbolo del morir. El destino de
Jesús se veía anticipado. El Mesías tenía que sumergirse en la muerte para
salir de ella triunfante e iniciar para Él y para nosotros una vida nueva. Hombre
entre los hombres e Hijo de Dios, quiso ser solidario con nosotros hasta sumergirse
en la muerte.
Y en cuanto salió del agua [Juan] vio abrirse los cielos. Con Jesús se
abren los cielos. Se despejaron los nubarrones que impedían a los seres humanos
la comunicación con Dios. Para los judíos, Dios había dejado de hablar: ya no
había profetas. Para los paganos, la historia seguía encerrada en el horizonte
sin salida del destino y la fatalidad. Dios se acerca como nunca lo había
hecho, de manera plena, definitiva y sin vuelta atrás, proyectando así el
horizonte de la realización del ser humano hasta la participación en su vida
divina.
El Bautista
vio también que el Espíritu bajaba sobre Jesús como paloma. El Espíritu que
descendió sobre María para realizar la encarnación del Hijo de Dios, consagra ahora
a Jesús y lo impulsa a realizar su obra salvadora
(cf. Lc 3, 22; 4,1; Hech 10, 38). Este Espíritu
hará que Jesús se comprenda a sí mismo como el Hijo querido del Padre,
consagrado para anunciar la buena noticia de la liberación (Lc 4, 18).
Se oyó entonces una voz que venía
del cielo: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco. Esta voz recoge las palabras del
Salmo 2,7, que se cantaba en la ceremonia de entronización del rey. Aplicado a
Jesús este título expresa su íntima y singular vinculación con Dios: la de ser el
hijo engendrado por Dios antes del tiempo, su presencia visible, su enviado
definitivo.
Juan bautizó
en el Jordán al autor del Bautismo, y el agua viva tiene, desde entonces, poder
de salvación para los hombres, dice el prefacio de la misa del Bautista. El
bautismo de Jesús remite al bautismo en la Iglesia, con el que nos unimos a
Cristo.
En nuestro bautismo Dios tomó posesión
de nosotros, entró en lo más íntimo de nuestro ser y puso en él su propio ser
divino. Dios se comprometió con nosotros, y de manera pública, solemne, infundiéndonos
su vida, por el Espíritu.
En el bautismo, también de
nosotros dijo Dios: Tú eres mi hijo y
te convierto en templo de mi Espíritu. A partir de entonces podemos decir con
infinita confianza: Abba, Padre
querido. ¡Podemos vivir como bautizados! Podemos hacer ver que pertenecemos a
Dios, que estamos ungidos y configurados con Cristo –alter Christus–, para continuar su obra: hacer el bien, liberar, practicar
la justicia.
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