P. Carlos
Cardó, SJ
Sembrador a
la puesta del sol. Óleo de Vincent Van Gogh (1888), Museo Kröller Müller, Holanda
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En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha". Les dijo también: "¿Con qué compararemos el Reino de Dios? ¿Con qué parábola lo podremos representar? Es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra".Y con otras muchas parábolas semejantes les estuvo exponiendo su mensaje, de acuerdo con lo que ellos podían entender. Y no les hablaba sino en parábolas; pero a sus discípulos les explicaba todo en privado.
La primera parte del texto corresponde a la parábola de la semilla que crece de día y de noche. Subraya
el contraste entre la venida del Reino de Dios, simbolizado en la semilla sembrada,
y la impotencia del labrador para hacerla germinar y crecer. El Reino es la
semilla que crece por sí misma sin que el campesino sepa cómo.
Se afirma la soberanía de Dios, frente a la cual no tiene sentido
pensar que su Reino depende de la actividad humana, o que se rige según los criterios
que regulan las relaciones de producción. El cristiano sabe que, después de
poner lo que está de su parte para colaborar en el crecimiento del Reino, ha de
abandonarlo todo en manos de Dios que hace mucho más que lo que nosotros
podemos realizar. Es conocida la frase atribuida a S. Ignacio: «Pon de tu parte como si todo dependiera de
ti y no de Dios, pero confía como si todo dependiera de Dios y no de ti».
Dejarle el resultado final a Dios, después de haber obrado con firmeza
y perseverancia, aunque muchas veces no sea posible conocer los
resultados, es el modo de proceder que Jesús enseña. La actitud de
responsabilidad es imprescindible, pero no basta; tiene que ir acompañada de la
confianza, de lo contrario degenera en voluntarismo. La confianza absoluta en
el poder de Dios, que obra muy por encima de lo que nuestras débiles fuerzas
pueden lograr, libera de todo voluntarismo ingenuo y de la angustia que proviene
de creer que el éxito depende únicamente de la propia capacidad. Dios es quien
hace germinar y crecer y fructificar la semilla que el hombre siembra.
En un mundo que exacerba el sentido de la
propia eficacia y del éxito personal, es fácil caer en el cansancio y en el
desaliento. Se vive para el trabajo y la producción, y otras realidades de la
vida humana, como la atención a la familia y el cultivo de la vida espiritual,
pierden valor y se descuidan. El resultado es la incomunicación, la falta del
sentido de lo gratuito, es decir, de aquellas cosas cuyo valor no es económico
pero que son imprescindibles para poder mantener unas relaciones verdaderamente
humanas con los demás, con nuestro propio interior y con Dios.
La segunda parte del texto es la parábola del granito de mostaza, símbolo del Reino en acción. Como
la semilla de mostaza, el Reino tiene apariencia casi insignificante, casi
invisible, y hay que discernir para reconocerlo. Actúa en la historia como
actuó Jesús: en pobreza, sin poder religioso ni político. Su conocimiento está
reservado a los pequeños y sencillos.
La parábola hace pensar en Cristo, grano caído en tierra, Dios que
se abaja para asumir nuestra condición humana y se revela haciéndose un Niño que
nace en un pesebre. Hay aquí una invitación a entrar por los caminos de Dios,
por la lógica del Reino: según la cual, el mayor es quien se ha hecho el más
pequeño de todos (Lc 9,48; 22,26ss).
La parábola nos libra de todo delirio de grandeza.
De manera directa el símbolo del grano de mostaza apunta a la
dinámica de la comunidad de Jesús, la Iglesia, que se inicia como un grupo
pequeño, casi imperceptible, dentro de la sociedad, y se desarrolla y crece
como comunidad abierta, haciéndose servidora de todos los pueblos y culturas
sin exclusión, sin ambición de poder y sin búsqueda de éxito según el mundo.
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