P. Carlos Cardó, SJ
Jesús cura a un hombre poseído.
Grabado de los hermanos Limbourg en Las muy ricas horas del Duque de Berry (1410),
Museo Condé, Chantilly, Francia.
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En aquel tiempo, los escribas que habían venido de Jerusalén,
decían acerca de Jesús: "Este hombre está poseído por Satanás, príncipe de
los demonios, y por eso los echa fuera".
Jesús llamó entonces a los
escribas y les dijo en parábolas: "¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás?
Porque si un reino está dividido en bandos opuestos no puede subsistir. Una
familia dividida tampoco puede subsistir. De la misma manera, si Satanás se rebela
contra sí mismo y se divide, no podrá subsistir, pues ha llegado su fin. Nadie
puede entrar en la casa de un hombre fuerte y llevarse sus cosas, si primero no
lo ata. Sólo así podrá saquear la casa.
Yo les aseguro que a los
hombres se les perdonarán todos sus pecados y todas sus blasfemias. Pero el que
blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón; será reo de un pecado
eterno". Jesús dijo esto, porque lo acusaban de estar poseído por un
espíritu inmundo.
Antes, sus
parientes habían dicho que estaba loco
y querían llevárselo para controlarlo. Ahora,
los expertos en religión elaboran contra él una denuncia mucho más peligrosa
para que la gente lo repudie: ¡Tiene a Belzebú!
Pero Jesús
no se amedrenta. Obligado a defenderse, reivindica para sí la plena posesión
del Espíritu divino, a cuyo poder se deben atribuir las acciones liberadores
que Él realiza y que demuestran, además, que el reinado de Dios ha comenzado. Si yo expulso los demonios con el poder del
Espíritu de Dios… es que ha llegado a ustedes el reino de Dios (Mt 12,28).
En la acción
de expulsar demonios se concentra de la manera mas gráfica el poder de Dios que
actúa en Jesús venciendo al mal. Hoy no se tiene la misma creencia que se tenía
entonces acerca de una eventual presencia física y una acción maciza del
demonio en el mundo y en las personas, pero no por ello estos textos evangélicos
han perdido el valor profundo y el contenido teológico que tienen como
testimonios del poder divino de Jesús. Gracias a él, las fuerzas temibles del
mal y de la muerte han dejado ya de ser invencibles.
Jesús
exorciza, “desdemoniza” el mundo, liberando al ser humano de todo demonio
personal o social, de toda sumisión fatalista a poderes, energías o fuerzas
naturales o sobrenaturales que amenazan la vida y, finalmente, de sistemas y
estructuras que generan injusticias, odio, exclusión y división en la vida
social.
Viene otro que es más fuerte que
él y lo vence… Jesús es el más fuerte. Su victoria está asegurada. Si algo está
claro en el Evangelio es que con Cristo todo tipo de mal, cualquiera que sea su
índole y su poder nocivo en la marcha de nuestra historia, no importa cuán
esclavizante y corruptor, sutil y oculto pueda parecer, ha sido derrotado y
conquistado definitivamente en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Hablando de
ella dice Jesús en el evangelio de Juan: Ahora
el Príncipe de este mundo será echado fuera (Jn 12,31).
Con muy mala
fe, los maestros de la ley y los fariseos difunden entre la gente que Jesús es
un agente de Satanás, cuando no podía ser más evidente que estaba en abierta
lucha contra él. Jesús los increpa severamente, haciéndoles ver que incurren en
el único pecado imperdonable. La calumnia premeditada que han lanzado contra él
es un insulto al Espíritu Santo, les dice. El Espíritu de Dios es el que lo
mueve a obrar en todo con amor, como el mismo Dios actúa.
Quien afirme
lo contrario, es decir, que es el espíritu de Satán, espíritu de odio y de
violencia, el que mueve a Jesús, niega con mala fe la evidencia e insulta al
Espíritu Santo. Este comportamiento malintencionado, que no es un hecho aislado
sino una actitud corrompida, les hace optar obstinadamente contra la verdad por
secretas intenciones, cerrar toda posibilidad de cambio y, por ello, toda
posibilidad de recibir el perdón. Simplemente no reconocen que hacen mal,
niegan tener necesidad de perdón, impiden al Espíritu su obra liberadora.
La
misericordia de Dios no tiene límites, pero quien se niega deliberadamente a aceptar
la salvación y el perdón que Dios le ofrece, transita un camino de oscuridad
que conduce a la perdición. Ésta puede producirse no porque el Señor y su Iglesia
no puedan perdonarlo, todo lo contrario, sino porque la persona misma se cierra
a la gracia que se le ofrece. Obrando así
insulta al Espíritu Santo porque rechaza como inútiles sus inspiraciones a la
conversión, al reconocimiento del autoengaño (cf. Jn 16, 8-9) y a la acción de su amor que cambia los corazones.
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