P.
Carlos Cardó, SJ
Cristo en casa de Marta y María. Óleo sobre tabla
de Johannes Vermeer (1655). Galería Nacional de Escocia, Edimburgo
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En aquel tiempo entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, le dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude.»Le respondió el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada.»
En la parábola del Buen Samaritano se refleja lo
que Jesús hace por todo aquel que esté caído y herido en el camino de la vida:
le venda sus heridas, le busca posada, se hace cargo de él. Ahora, en su camino
a Jerusalén, el Buen Samaritano busca alojamiento en casa de dos mujeres, Marta
y María. El que enseña a acoger, es acogido.
Poco sabemos de estas dos mujeres que lo alojan:
sólo que son las hermanas de Lázaro (cf. Jn 11, 1-5). María podría ser
la mujer que, en Betania, ungió al Señor antes de su pasión (Mc 14,3-9; Mt
26,6-13).
Marta se afana para acoger a Jesús como es debido y
critica a su hermana porque no la ayuda en los trabajos de casa. Pero Jesús le
replica, invitándola a hacer suya la actitud de María que, a sus pies, escucha con atención su palabra.
Sin la orientación y apoyo de la palabra del Señor, todo lo que hagamos, por
bueno que sea, puede perder su auténtico valor, la orientación que debe tener e
incluso su “sabor”.
Se ha dicho tradicionalmente que Marta representa
la actividad y María la oración. Pero no hay que contraponer a Marta con María
ni a la acción con la oración; hay que integrarlas. Lo que enseña el texto de Lucas
es que se ha de purificar la acción por medio de la oración y escucha del Señor
porque, sin esto, la acción –aunque sea buena y prolífera– puede perder orientación
y convertirse en búsqueda de uno mismo. Confrontada con la Palabra de Dios, nuestra
acción se ordena y purifica.
Pero si nos fijamos en el carácter simbólico que
suelen tener los personajes del evangelio, podemos ver que Marta representa al viejo
Israel y María a la Iglesia, el nuevo Israel. Marta se afana en muchas cosas.
Israel se esfuerza por cumplir los 613 preceptos en los que los rabinos
fariseos han desmenuzado la Ley mosaica. El judaísmo fariseo había perdido el
sentido de la gracia y llegado a creer que eran las obras las que hacían justa a
la persona y le aseguraban la salvación.
María, en cambio, el nuevo Israel, supera la moral
del deber y la religiosidad basada en obras exteriores, porque reconoce la
visita del Señor y sabe disfrutar de su presencia. Ha aprendido que, con Jesús,
viene aquello que sólo Dios puede dar: el don por excelencia, la salvación. Por eso,
se pone a los pies de Jesús, es decir, adopta la actitud del discípulo y con
ello brinda a Jesús la verdadera acogida. Marta, el viejo Israel, ha de descubrir
la excelencia del don que se le ofrece con la venida de Jesús y aprender a
escucharlo.
María ha escogido la parte
mejor. Jesús elogia la sencilla
y sincera receptividad para la escucha. Con esa disposición, la persona deja
entrar en su corazón el amor, que es lo que confiere sentido a todo lo que hace
por los demás. “Lo único necesario” es experimentar vitalmente el ser amado sin
condiciones. Esto, y sólo esto, da al cristiano la íntima certidumbre de la que
brota la calma y la quietud en toda circunstancia. El deber no basta. Hay que
descubrir el valor de lo gratuito. Ya los profetas lo habían intuido: “Se salvarán si se convierten y se calman;
pues en la confianza y la calma esta su fuerza”, dice Isaías (30,15).
Necesitamos integración personal y
calma interior porque andamos divididos y ansiosos. En un mundo que exacerba el
valor de la eficacia, de la rentabilidad y de la competencia, ya no hay tiempo
para lo que, en verdad, es “lo más importante”: el sentirse querido y querer,
el dialogar y compartir fraternalmente, el pasar juntos momentos en los que se rehace
aquello que la vida tiene de más bello, más querido, más humano.
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