P. Carlos Cardó, SJ
Curación del leproso, fresco de Cosimo Rosselli (1481-82), Capilla Sixtina, El Vaticano |
En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: "Si tú quieres, puedes curarme". Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: "¡Sí quiero: sana!". Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio.
Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: "No se lo cuentes a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés". Pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios, adonde acudían a El de todas partes.
En los milagros de Jesús se
muestra el poder de Dios que defiende y sana la vida, reordena el mundo y hace
presente su reino. En este sentido, la curación de un leproso era especialmente
significativa porque para los judíos era comparable a la resurrección un
muerto. Según la ley (Lev 13-14), los
leprosos eran personas impuras que volvían impuro a quien los tocaba, igual que
cuando se tocaba un cadáver. Inhabilitados para la vida social, tenían que
vivir en despoblado y gritar: “¡Impuro, impuro!”, a la distancia, para que la
gente no se les acercase.
Uno de estos enfermos se acercó a Jesús y le suplicó de rodillas:
Si quieres, puedes limpiarme. Y Jesús
sintió compasión. Es la palabra clave
que hace comprender la misión de Jesús. Él no sólo siente el dolor de aquel hombre,
dañado en su cuerpo y herido en su dignidad, sino que reacciona de inmediato
para llevar a la práctica su misión de salvar lo que está perdido. Y esta misión
es tan sagrada para él, que –en éste y en otros casos de dolor y
desesperanza– Jesús no se detendrá, ni aunque
tenga que dejar de lado algunas normas: extendió
la mano, lo tocó y le dijo: Quiero, queda limpio.
Y aquel que según la ley era un inmundo,
excluido de la convivencia social por un sistema religioso marginador, queda libre
de su impureza, su carne se regenera, recobra la dignidad perdida y se vuelve
apto para ir a presentarse a los sacerdotes y pagar la ofrenda que mandó Moisés
“para que les sirva de testimonio”.
Esta acción servirá, por tanto, para
que se le declare curado y “para que les conste” (como traducen algunos), que
una institución religiosa discriminadora no acerca al Dios verdadero. No se
puede marginar a nadie en nombre de Dios; ese Dios no es el Padre de nuestro
Señor Jesucristo que ofrece a todos su amor y los hace vivir unidos como
hermanos.
Los sacerdotes eran los custodios
de la ley mosaica; eso les hacía sentirse con el poder de dictaminar lo que era
lícito o ilícito y juzgar quién era puro o impuro, justo o pecador. Jesús es
tajante en su enseñanza: No juzguen para
que Dios no los juzgue (Mt 7,1). Todos son iguales o, en todo caso, todos
son pecadores necesitados de perdón.
No se lo digas a nadie, ordenó Jesús al leproso curado, pero éste no
podía quedarse callado después de haber experimentado una prueba tan grande de la
misericordia divina. Y en vez de guardar silencio, se puso a divulgar por todas
partes lo sucedido; se convirtió en un anunciador de la obra salvadora de Jesús.
Toda la
existencia de Jesús está determinada por el ser divino que es amor y
misericordia. En contacto con Él, los que se sienten perdidos ven que se les
abre una nuevo porvenir, los que se sienten en las últimas ven que vuelven a la
vida, los que han perdido su dignidad se revisten de honor, los ciegos ven, los cojos andan, los
leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres
se les anuncia la buena noticia (Lc 7,22).
Solemos
pensar que nuestro deber fundamental es buscar a Dios. Y es verdad, sin duda. Pero
el evangelio nos hace ver que, en Jesús, Dios sale al encuentro de todos, aunque
uno sea un hijo pródigo alejado de casa, o no vea posible su recuperación como
el leproso, el publicano o la pecadora pública. Este amor preferencial de Jesús
por los excluidos debe reflejarse en nuestro comportamiento para con todos
aquellos frente a los cuales la sociedad de hoy puede ser tan cruel como lo era
la sociedad judía en tiempos de Jesús con los leprosos.
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