P. Carlos Cardó, SJ
Juan
Bautista predicando, óleo de Paolo Veronese, Galería Borghese, Roma
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Este es el testimonio que dio Juan el Bautista, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén a unos sacerdotes y levitas para preguntarle: “¿Quién eres tú?”.Él reconoció y no negó quién era. Él afirmó: “Yo no soy el Mesías”. De nuevo le preguntaron: “¿Quién eres, pues? ¿Eres Elías?”. Él les respondió: “No lo soy”. “¿Eres el profeta?”. Respondió: “No”. Le dijeron: “Entonces dinos quién eres, para poder llevar una respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo?”. Juan les contestó: “Yo soy la voz que grita en el desierto: ‘Enderecen el camino del Señor’, como anunció el profeta Isaías”.Los enviados, que pertenecían a la secta de los fariseos, le preguntaron: “Entonces ¿por qué bautizas, si no eres el Mesías, ni Elías, ni el profeta?”. Juan les respondió: “Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay uno, al que ustedes no conocen, alguien que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle las correas de sus sandalias”.Esto sucedió en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan bautizaba.
Juan
Bautista. Su figura sintetiza a los sabios y profetas que en todas las épocas han despertado las
conciencias y han movido a la gente a cambiar. Juan Bautista
no es la luz, sino testigo de la luz. Él invita
a reconocerla y a dejarnos guiar por ella hacia la verdad de nosotros
mismos ante Dios.
Los judíos enviaron desde
Jerusalén una comisión de sacerdotes y levitas a preguntarle a Juan quién era… Representan la ceguera de quienes
obran el mal y temen la luz. Por eso, por más que digan que quieren conocer la
verdad, no la van a aceptar porque no les conviene: están atados a las
ganancias y beneficios que se han procurado de espaldas a Dios y en contra de
sus hermanos; son, pues, autores y víctimas a la vez de la mentira.
Estos enviados se
atreven a someter a Juan a un interrogatorio. Es el proceso de cuestionamientos y acusaciones que
se inicia aquí contra Juan y seguirá luego contra Jesús, para continuarse después
de él contra sus discípulos. Es un drama, con protagonistas y antagonistas. Por
una parte, Juan y Jesús, el testigo de la Palabra y la Palabra testimoniada, respectivamente;
por otra, los sacerdotes, escribas y fariseos, que representan al poder injusto
que se cierra a la Luz.
Siempre ha
habido profetas, personas libres e inspiradas que iluminan a la humanidad como
faros en la noche. A
lo largo de la Biblia, ellos aparecen cumpliendo la misión de mantener viva la
humanidad, la dignidad y la libertad de la gente, para que nadie se resigne a
ningún tipo de esclavitud o pérdida de sus legítimos derechos. Por eso, la
Biblia, al narrar los acontecimientos de la historia, no justifica las
injusticias ni se pone de parte de los poderosos sino que, por el contrario,
desenmascara su falsedad y corrupción y presta su voz a los que no tienen voz y
a cuantos sufren, en quienes aviva el anhelo de verdad, justicia y libertad. Se
entiende por qué los profetas terminan pagando un altísimo precio a su misión:
el martirio.
Con la
venida de Cristo y de su Espíritu Santo, se extendió el carisma y función de
profecía. Se cumplió el deseo de Moisés: «¡Ojalá que todo el pueblo fuera
profeta!» (Num 11,29). Por eso San Pablo
defendía a los profetas (1Tes 5,20),
por el bien de las comunidades cristianas (1
Cor 14,29-32), porque el profeta «edifica, exhorta y consuela» (1Cor 14,3).
La Iglesia es la comunidad de los ungidos con el crisma de Cristo,
sacerdote, profeta y rey. Y esa unción recibida en el bautismo nos configura
con él y nos destina a ser testigos suyos y de su evangelio, tanto de palabra como
con nuestra conducta. Profeta
es quien edifica con su forma de vida, que muchas veces contradice al ambiente
que lo rodea. Profeta es el que exhorta conforme a lo que ha visto y recuerda. Y
profeta es el que consuela porque da razón para la esperanza. Su testimonio
siempre es una experiencia vivida que se hace palabra y se transmite. La Iglesia no puede dejar la profecía.
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