P. Carlos Cardó, SJ
Jesús entrega las llaves a Pedro,
fresco de Pietro Perugino (1482), Capilla Sixtina, El Vaticano.
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En aquel tiempo, cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?" Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas".Luego les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?" Simón Pedro tomó la palabra y le dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Jesús le dijo entonces: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo".
Van camino de Jerusalén y Jesús tiene con sus apóstoles un diálogo
íntimo pero cargado de tensión porque han quedado desconcertados con el anuncio
de su pasión. En este contexto, Jesús les pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo
las opiniones que circulan sobre él. Unos, impresionados por la vida austera y
la muerte del precursor de Jesús, dicen que es Juan Bautista vuelto a la vida.
Otros lo identifican con Elías, vuelto a la tierra para consagrar al Mesías (Mal
3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar el Reino de Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17,
10-11). Otros lo ven como Jeremías,
el profeta que quiso purificar la religión y fue martirizado por los dirigentes
del pueblo. Otros, en fin, dicen que es un profeta más.
Pero Jesús quiere saber qué piensan y qué esperan de él los que
van a continuar su obra. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza
o debilidad para soportar el escándalo de la cruz. Por eso les pregunta: Y según ustedes, ¿quién soy yo?
Pedro, actuando en nombre de los
Doce, le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Estas
palabras, con las que proclama que reconoce a Jesús como Mesías divino, no han podido
nacer de su genial perspicacia; como las demás los discípulos, él es un hombre sin
mayor instrucción, un pobre pescador de Galilea. Sus palabras han sido fruto de
una gracia especial. Por eso le dice Jesús: “¡Dichoso
tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y
hueso, sino mi Padre que está en el cielo”.
Ahora ya todo cambia, Jesús puede
manifestarles claramente el misterio de su persona y del destino que le aguarda.
Él es el enviado del Padre, el Mesías Salvador, que entregará su vida por nosotros,
será crucificado y resucitará por la fuerza de Dios su Padre.
Pedro tiene el germen de esa fe
que irá madurando en él hasta que, vuelto de sus pruebas, sea capaz de
confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22, 31). Por eso Jesús le dice: Tú serás llamado piedra, y
sobre esta piedra edificaré mi iglesia, dándole como misión el servicio de
la unidad, sobre la base de la conservación de la común fe revelada y el
vínculo de la caridad.
¿Quién dicen ustedes que soy yo? La pregunta llega hasta
nosotros. De la respuesta que se dé se seguirán las diversas formas de concebir
y vivir la fe cristiana. Un ideal ético de valores y actitudes que ayuda a
vivir humanamente bien consigo mismo y con los demás; una conciencia social que
empeña a la persona en la lucha por la justicia; un referente sobrenatural más
o menos mítico o mágico, al que se remiten las propias incógnitas e
inseguridades; una cosmovisión filosófica –enunciados y argumentos– que dan
razón de la causa y del sentido de la realidad existente; un conjunto de
prácticas religiosas, oraciones, invocaciones y ceremonias de alabanza y
súplica que ordenan los días del año con descansos y festividades fijadas por
la costumbre del grupo cultural al que se pertenece…
Todo eso puede ser más o menos
bueno, más o menos humanizador, pero ahí no hay una relación con alguien, no
hay un cara a cara, en el que se
conoce a Jesucristo cada vez más internamente y se le ama hasta desear ir tras Él. No ocurre lo que dice San Pedro: que se le ama aunque no se
le haya visto, se confía en Él aunque de momento no se le pueda ver, y eso
mantiene en el interior una alegría indescriptible y radiante (1Pe 1,8).
Nuestra respuesta a la pregunta de Jesús: ¿Quién dicen ustedes que soy yo?, no puede ser otra que la que le
dieron sus verdaderos discípulos que, dejando
redes y barca, se decidieron a seguirlo. Ellos creyeron y llegaron a
conocer que Jesús era Salvador, consagrado por Dios (Jn 6, 68), el Cristo, Hijo de
Dios vivo (Mt 16, 16).
En su forma humana de ser y en lo que hizo por nosotros, hemos conocido y creído el amor que Dios nos
tiene y hemos confiado en él (1
Jn 4, 16). Su ejemplo y sus enseñanzas iluminan y dan sentido a la existencia, y
por eso es lo central y más importante en la vida, hasta el punto de poder
decir con San Pablo: Si con él morimos,
viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él; si lo negamos, también
él nos negará; si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede
contradecirse a sí mismo (2 Tim
2,11-13).
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