P. Carlos Cardó, SJ
San
Pedro, óleo de José de Ribera (1635-1640), Museo Soumaya, México
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Salió Jesús con sus discípulos hacia los pueblos de Cesarea de Filipo, y por el camino les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos contestaron: «Algunos dicen que eres Juan Bautista, otros que Elías o alguno de los profetas.» Entonces Jesús les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.» Pero Jesús les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de él. Luego comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los notables, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley, que sería condenado a muerte y resucitaría a los tres días. Hablaba de esto abiertamente. Pedro se lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo. Pero Él, dándose la vuelta, y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: «¡Apártate de mí, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres.»Luego Jesús llamó a sus discípulos y a toda la gente y les dijo: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará.
Con este
texto se inicia una parte importante del evangelio de Marcos, la sección del camino que concluye con la entrada de
Jesús en Jerusalén (11,8). En ella se relata su marcha hacia la pasión. Los
apóstoles ocupan un lugar central porque Jesús se dedica a ellos de modo
especial para que entiendan el significado de la cruz. Quiere hacerlos capaces
de comprender que el Mesías debe realizar su misión salvadora por medio de un
amor entregado hasta la cruz. Y deben comprender asimismo que ser discípulos suyos
implica seguirlo en una existencia caracterizada por la entrega de uno
mismo.
En este
contexto, tiene con ellos un momento de intimidad. Y les pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden
mencionando las distintas opiniones que la gente tiene de Él: que es Juan
Bautista vuelto a la vida, que es Elías venido a preparar la llegada del Mesías, o que es simplemente un profeta,
sin mayor concreción.
A continuación, Jesús les pregunta
a ellos mismos: Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Quiere que se hagan conscientes de su
fe, que vean cuánto confían en Él, porque les espera una prueba terrible. Entonces
Pedro, tomando la palabra en nombre del grupo, le contesta: Tú eres el Mesías
(el Cristo).
Si uno lee el relato haciéndose
presente en él (y ésta es la mejor manera de leer la Palabra de Dios), podrá admitir
que Jesús le dirige a él también esa pregunta: “¿Quién soy yo para ti?”. No
sólo qué sabes de mí, ni qué haces por mí, sino quién soy yo para ti. Y esto es fundamental porque seguir a Cristo
no es asimilar una ideología, ni simplemente
saber una doctrina o cumplir una moral, sino tener con él una relación personal.
Por la fe uno se relaciona con alguien que
le sale al encuentro y le muestra lo que ha hecho y sigue dispuesto a hacer por
él. Uno descubre que, con Jesús, el amor salvador de Dios ha comenzado ya a
triunfar sobre la injusticia y maldad del mundo, y que para que este amor se extienda
y abrace a toda la humanidad, él cuenta con nuestra colaboración.
Después de ordenar a los
discípulos que no hablaran de Él porque la gente tenía una idea muy distinta de
lo que debía ser el Mesías, Jesús les advirtió claramente que “tenía que sufrir mucho, ser rechazado por
los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros, que lo
matarían y a los tres días resucitaría”. Es el primer mensaje que les hace
de su pasión. Y les resultó insoportable. No podían comprender que Jesús, el
Mesías, el sucesor de David que habría de restaurar la monarquía y dar gloria a
Israel, acabaría rechazado por las autoridades religiosas que lo matarían y a los tres días resucitaría.
Eran incapaces de recordar que
así lo había presentado el profeta Isaías en sus cantos sobre el Siervo de Dios.
Jesús había asumido una forma de ser Mesías que no se acreditaba con un triunfo
según este mundo sino asumiendo el dolor, la opresión y la culpa de su pueblo,
conforme a un designio de Dios su Padre, con el que se identificaba plenamente.
Para que ningunos de sus hijos o
hijas se pierda, Dios entrega a su propio Hijo y éste, por su parte, asume como
propio ese amor salvador, mostrándose dispuesto a llevarlo hasta donde sea
necesario, incluso hasta entregar su propia vida por la salvación de sus
hermanos y hermanas. No hay mayor amor
que el que da su vida por sus amigos. Por consiguiente, no es que le agrade
a Dios ver sufrir a su Hijo (sería blasfemo pensar una cosa así) sino que el mayor amor llega ineludiblemente hasta la
identificación con aquellos a quienes ama, hasta cargar con sus dolores, asumir
como propia su culpa y morir para que tengan vida. Este amor de Jesús por
nosotros, unido a su inquebrantable esperanza en su Padre, es lo que le hará experimentar
el triunfo de su vida sobre la muerte, la gloria de la resurrección.
Pedro no comprende. No puede
admitir que su Maestro tenga que padecer. El destino del Mesías es el triunfo,
no la humillación del fracaso. Además, Pedro no está dispuesto a verse
involucrado en un final como el de su Maestro. Por eso, tomándolo aparte, comenzó a increparlo. Pero Jesús lo reprende severamente
a la vista de todos: ¡Apártate de mí,
Satanás! Ponte detrás, tentador. Están los pensamientos de Dios y los
pensamientos de los hombres; y el discípulo preferido aún no ha dado el paso.
En adelante, el seguimiento de
Jesús quedará definido como asumir su estilo de vida con todas sus consecuencias.
Así la vida de Jesús se prolongará en la del discípulo.
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