P. Carlos Cardó, SJ
Matrimonio de la virgen, óleo de
Domenico Beccafumi (1518), Oratorio de San Bernardino, Siena, Italia.
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En aquel tiempo, se fue Jesús al territorio de Judea y Transjordania, y de nuevo se le fue acercando la gente; él los estuvo enseñando, como era su costumbre. Se acercaron también unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: "¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?".
Él les respondió: "¿Qué les prescribió Moisés?". Ellos contestaron: "Moisés nos permitió el divorcio mediante la entrega de un acta de divorcio a la esposa". Jesús les dijo: "Moisés prescribió esto, debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio, al crearlos, Dios los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre".
Ya en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre el asunto. Jesús les dijo: "Si uno se divorcia de su esposa y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio".
Para poner a prueba a Jesús, los fariseos le
preguntan si es lícito al marido separarse de la mujer. Su respuesta es
terminante y contiene dos argumentos. El primero es éste: si Moisés permitió el
divorcio fue por la “dureza del corazón”
del pueblo judío, que le impedía comprender en profundidad los planes divinos y
poner en práctica los preceptos más santos. Jesús critica la actitud parcial,
legalista, que lleva al hombre a quedarse sólo en lo que señala la ley, y no
aspirar a ideales más altos de amor y de servicio.
El segundo argumento lo toma del libro del Génesis (2, 24), rebatiendo con
él una norma legal secundaria. Lo que está en el Génesis es lo que Dios quiso
desde el principio. El
poder repudiar a la esposa es un añadido posterior, que no concuerda con
el plan original del Creador sino que parte de conveniencias humanas egoístas.
De
este modo, Jesús se pone como garante a la vez de la estabilidad de la pareja y
de la igualdad entre el hombre y la mujer. Por el matrimonio ambos forman una sola
carne, que ninguna autoridad humana puede separar; eso fue lo establecido originalmente
por Dios: Por eso dejará el hombre a su
padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos uno solo. La
conclusión: Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el
hombre, se deduce perfectamente de las razones aportadas.
La
respuesta de Jesús mira a la comunidad de los que lo siguen, entonces y ahora.
Separarse del cónyuge y casarse con otro lo equipara Jesús con el adulterio y así ha de
pensar el cristiano, que confía en la gracia que el Señor no dejará de darle.
En el texto paralelo de Mateo (19,10),
los discípulos al oír esto dijeron: Si así son las cosas, mejor es no casarse. Pero Jesús les responde: No todos pueden con eso, sino sólo aquellos a quienes Dios se lo
concede (Mt 19,11). Los discípulos, como muchos hoy, deben
entender que el Señor nunca
los abandona y
que lo que resulta imposible a los
hombres puede ser factible con la ayuda de Dios.
Por supuesto, todos sabemos que
el matrimonio puede naufragar porque siempre está el riesgo del error y siempre
la persona puede manifestar su incapacidad para amar así. Por eso la Iglesia,
siguiendo el ejemplo de Jesús, que era claro en los ideales y valores, pero
comprensivo ante los fracasos, ha de mostrar comprensión, dar ánimos y
acompañar al hermano o hermana que, por la humana flaqueza y falibilidad
fracasó en su matrimonio.
Las mayores frustraciones y más hondos sufrimientos provienen de
la ruptura del amor, precisamente porque es la fuente de todo buen deseo y de las
mayores alegrías. Lo prioritario es curar heridas, dice insistentemente el Papa
Francisco. Pero aunque sean tan frecuentes los fracasos matrimoniales, la
conclusión no puede ser no casarse o casarse hasta ver qué pasa… No podemos
aceptar como lo normal la “mentalidad
divorcista”; con ella no se puede contraer un matrimonio válido.
Muchos lamentablemente se casan con la idea de vivir juntos mientras
dure el amor y uno se sienta feliz, pero ¿de qué amor hablan? Eso no es el amor
cristiano, del que dice San Pablo en 1Cor 13 que no pasa nunca, porque perdona y se rehace continuamente. Desde el
punto de vista humano –y no sólo bíblico– no se puede considerar como lo
“normal” un amor sin hondura, que deja abierta la puerta a posibles
abandonos, rupturas, variables y sucedáneos.
En el fondo de todo esto late una mentalidad pesimista y amargada
que desconfía de la capacidad de la personas para rehacerse y no cree que se
puedan asumir compromisos estables y definitivos. Esta mentalidad del
desaliento ignora la fuerza de la gracia. Por eso, la
indisolubilidad del matrimonio se ve sólo como una ley, una dura ley. Y muchas
veces los ministros de la iglesia presentan así la indisolubilidad, únicamente
como ley y no como ideal moral y aspiración de toda persona casada.
La fidelidad indisoluble no es ley sino evangelio, es la buena
noticia de que la gracia de Dios puede transformar el egoísmo en mutua
aceptación, los límites del otro en diálogo y comprensión, las frustraciones en
sano realismo que, cuando falta lo ideal, se aferra a lo posible, lo disfruta todo
lo que puede, y no desespera jamás en la búsqueda del ideal.
Por todo eso, no basta proclamar la prohibición del divorcio. Si no
formamos a los jóvenes que se han de casar, eso no conduce a nada. Es una
necesidad urgente, clamorosa. Para que puedan llegar a formar familias estables
y unidas, ellos necesitan una formación que los capacite para poner las
condiciones necesarias de la unión matrimonial en una sociedad fragmentada que
tiende a desunir.
Sólo una libertad educada en el manejo humano de los sentimientos
hace que la persona sea capaz de entregarse con sentido de unidad e
indisolubilidad. Hoy más que nunca la capacidad de asumir frustraciones forma
parte de la educación del adulto. El evangelio forja hombres y mujeres de
personalidad recia, libres y responsables. Él nos abre los ojos a la acción de
Dios que, sobre todo en los momentos de dolor y de crisis, mueve a tomar con coraje
y perseverancia las medidas necesarias para seguir unidos, para seguir
aspirando al ideal de un amor fiel y duradero, aun cuando otras voces puedan
decirte: ¡abandona, sepárate, divórciate!
La Iglesia no puede dejar de transmitir las palabras de su Señor.
Sería infiel a Él. Ella no nos puede recortar el horizonte de nuestra
generosidad. Por eso, ella nos anuncia la buena noticia de que somos capaces de
aspirar a lo alto y darle a este mundo nuestro, dividido y fragmentado, el
testimonio de un amor capaz de superar las crisis.
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