P. Carlos Cardó, SJ
Los fariseos cuestionan a Jesús, acuarela de James Tissot (1886), Museo
de Brooklyn, Nueva York
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En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los fariseos y algunos escribas, venidos de Jerusalén. Viendo que algunos de los discípulos de Jesús comían con las manos impuras, es decir, sin habérselas lavado, los fariseos y los escribas le preguntaron: "¿Por qué tus discípulos comen con manos impuras y no siguen la tradición de nuestros mayores?" (Los fariseos y los judíos, en general, no comen sin lavarse antes las manos hasta el codo, siguiendo la tradición de sus mayores; al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones, y observan muchas otras cosas por tradición, como purificar los vasos, las jarras y las ollas).Jesús les contestó: "¡Qué bien profetizó Isaías sobre ustedes, hipócritas, cuando escribió: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Es inútil el culto que me rinden, porque enseñan doctrinas que no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres".Después añadió: "De veras son ustedes muy hábiles para violar el mandamiento de Dios y conservar su tradición. Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre. El que maldiga a su padre o a su madre, morirá. Pero ustedes dicen: ‘Si uno dice a su padre o a su madre: Todo aquello con que yo te podría ayudar es corbán (es decir, ofrenda para el templo), ya no puede hacer nada por su padre o por su madre’. Así anulan la palabra de Dios con esa tradición que se han transmitido. Y hacen muchas cosas semejantes a ésta".
El texto evangélico de hoy presenta una de las
polémicas de Jesús con los fariseos y maestros de la ley acerca de la verdadera
religión. El pueblo judío, como casi todos los pueblos de la tierra, incurría
en la tendencia a reducir la religión a meros ritos, ceremonias y prácticas
exteriores, con las que se creía poder contentar a Dios pero sin animarse a
darle lo que Él más quiere: el propio corazón.
Los fariseos, grupo muy influyente, y los
letrados de Jerusalén, “maestros de la
ley”, eran los que interpretaban lo puro e impuro, lo lícito o lo
ilícito, conforme a una serie de normas extraídas sobre todo del libro del
Levítico (caps. 11-15). Estos fanáticos
defensores de la ley habían transformado la religión en una moral de preceptos
menudos que pervertía la ley dada por Dios a Moisés, y que llegaba a normar las
tareas más simples y ordinarias de la vida doméstica como el lavarse las manos o
purificar vasos, jarros y bandejas. Siempre el culto (liturgia) y las prácticas escrupulosas de la
moral han servido de pantalla para escamotear las verdaderas exigencias de la
fe.
En el Antiguo Testamento abundan las advertencias de los profetas
contra esta pretensión humana de manipular lo divino y reducir la religión a normas
externas y ceremonias sin práctica de la justicia. Es verdad que la pureza
exigida en el Levítico para la celebración del culto podía ser símbolo de la
pureza moral, pero casi siempre la exigencia de la pureza se reducía a lo
externo.
Por eso Jesús no duda en criticar la hipocresía de los fariseos,
que se presentan como hombres piadosos, fieles cumplidores de los deberes
religiosos, pero viven pendientes de obras de escaso valor, creyendo que con
ello agradan a Dios. A ellos les dirige las palabras de Isaías: Así dice el Señor: Este pueblo me honra con
los labios, pero su corazón está lejos de mí y el culto que me rinden es puro
precepto humano, pura rutina (Is 29, 13).
Jesús mantiene y profundiza el
espíritu de la Ley, pero aboga por una pureza interior, que se manifiesta en
una vida conformada por entero con la voluntad de Dios. Declara que es una
hipocresía la religiosidad basada en puras normas y tradiciones (cf. Mt 6, 7), inventadas por los hombres,
que no pueden estar por encima del amor a Dios y a
los prójimos. Por eso denuncia: Ustedes
dejan de lado el mandamiento de Dios, y siguen las tradiciones de los hombres.
Un ejemplo evidente de este mal
proceder lo ve Jesús en la supresión del mandamiento de honrar padre y madre
por la práctica del corbán (ofrenda
sagrada), sobre la cual hace caer la maldición divina. El corbán era un juramento en virtud del cual el judío podía declarar
que sus bienes o parte de ellos quedaban destinados a ser ofrenda para el
sostenimiento del templo y, por ello, ya no podía usarlos para atender las
necesidades de sus padres, por muy necesitados que estuvieran, aunque él sí
podía seguir usándolos hasta su propia muerte si así lo deseaba.
Así, pues, como esa destinación piadosa
de los bienes podía no concretarse, la norma del corbán se convertía en la práctica en una ficción, de la que se
valían quienes querían vengarse de sus padres o desentenderse de sus
necesidades. Los fariseos defendían este juramento aun sabiendo que significaba
poner totalmente de lado el mandamiento dado por Dios. Para ellos, lo relativo
al culto y al templo estaba por encima de las obligaciones del amor a los
padres. Para Jesús, amor a Dios y amor al prójimo son indisociables; no se dan
el uno sin el otro. Por eso, se pervierte la Palabra de Dios si se la
interpreta contra el amor.
La nueva ley
que Cristo escribe e imprime en nuestros corazones por el Espíritu Santo, consiste
en amar a los demás como Él nos ha amado, privilegiando a los pobres y a los
humildes. En esto consiste la «religión
pura y sin mancha a los ojos de Dios nuestro Padre», dice el apóstol Santiago
(Sant 1,27).
Y San Juan
es enfático al afirmar que la ley del amor constituye el criterio de
verificación de nuestro amor a Dios: ¿Cómo
puedes decir que amas a Dios a quien no ves, si no amas a tu hermano a quien
ves? (cf. 1 Jn 4,20).
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