P. Carlos Cardó, SJ
Pantocrátor,
mosaico bizantino (1261), iglesia de Santa Sofía (Hagia Sophia), Estambul, Turquía.
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En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Ustedes han oído que se dijo: «Ojo por ojo y diente por diente». Pero yo les digo: No resistan al malvado. Antes bien, si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra. Si alguien te hace un pleito por la camisa, entrégale también el manto. Si alguien te obliga a llevarle la carga, llévasela el doble más lejos. Da al que te pida, y al que espera de ti algo prestado, no le vuelvas la espalda. Ustedes han oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y no harás amistad con tu enemigo». Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores, para que así sean hijos de su Padre que está en los Cielos. Porque Él hace brillar su sol sobre malos y buenos, y envía la lluvia sobre justos y pecadores. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué mérito tiene? También los cobradores de impuestos lo hacen. Y si saludan sólo a sus amigos, ¿qué tiene de especial? También los paganos se comportan así. Por su parte, sean ustedes perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo.
Toda
la enseñanza moral de Jesús se resume en: Ama
a tu prójimo como a ti mismo. Ama a tu prójimo tal como es porque tú y él
son iguales hijos e hijas queridos de Dios.
Quien
no ama a su hermano no ama a Dios. Esto se ve de manera particular en lo
referente al respeto que se debe tener a la vida del otro. No puede nombrar a
Dios como Padre ni tomar parte en el banquete de la fraternidad quien primero
no perdona a su hermano o no hace lo posible para restablecer la relación que
se ha roto.
Para
llegar a estos principios morales Israel tuvo que recorrer un largo camino. En
la Biblia Dios habla en lenguaje humano, se adapta al proceso de maduración de su
pueblo y emplea una pedagogía gradual para educarlo y, por medio de él, iluminar
a toda la humanidad. Se parte del principio de la reciprocidad: si Abraham, padre
de la raza, fue un extranjero de origen pagano, Israel, por tanto, tiene que
abrirse al amor al extranjero. Debe imitar a Dios en su amor misericordioso.
El
libro de Jonás describe vivamente lo difícil que fue para los hebreos aceptar
la universalidad del mensaje de salvación. Y la culminación del largo recorrido
hacia el amor universal se alcanza con la enseñanza del profeta Isaías,
concretamente con el horizonte que él
despliega para el deseo y el empeño práctico en favor de la paz: llegará el día
en que todos los pueblos acogerán la palabra del Señor, de la que Israel es
portador, aceptarán el señorío de Dios sobre todas las naciones y entonces de sus espadas forjaran arados y de sus
lanzas podaderas. Ya no alzará la espada nación contra nación, ni se entrenarán
más para la guerra. (Is 2,4).
El
amor universal hecho norma de vida conduce a establecer relaciones de justicia
a todos los niveles, de las que nace la paz, el desarme mundial y la conversión
de los gastos de guerra en inversiones para el desarrollo humano.
El
amor a todos los semejantes, hasta al enemigo, es una característica esencial
del cristianismo frente a otras religiones. Es una tendencia común a todo grupo
social el emplear el odio y aversión al enemigo como medio para reforzar la
conciencia colectiva, definir la identidad común y reforzar la solidaridad
entre sus miembros: se ataca y condena a los extraños, se defiende y apoya a
los que son del grupo.
Por
esta razón el amor a los enemigos, predicado por Jesús, debió significar para
sus contemporáneos judíos una exigencia radical. La primitiva iglesia la
recogió íntegramente y con la teología de Juan dejó establecido que, conforme
al pensamiento de Jesús, el amor universal, sin excepciones, significa haber
conocido a Dios. Si no se ama, no se
tiene fe (Cf. 1Jn 4, 7-8; 3, 11-17).
La
lenta y progresiva comprensión bíblica del amor de Dios a todos alcanza en el
Nuevo Testamento su culminación: Dios no tiene enemigos sino hijos; el
cristiano no tiene enemigos, sino hermanos. Una religión que no llegue a esto, aún
tiene camino por recorrer. Matar en nombre de Dios es la más abominable acción criminal
porque va contra el hermano y contra Dios. Lo propio del cristianismo es morir
perdonando, como Esteban el primer mártir.
Todos
podemos emplear mal nuestra libertad y hacer sufrir con nuestras decisiones.
Más aún, todos –desde Caín– tenemos una cierta inclinación a la maldad y la
hemos cometido, grande o pequeña alguna vez. Pero es innegable que el odio es
una enfermedad del alma. Sin embargo nos podemos acostumbrar al mensaje que los
medios de comunicación, sobre todo, las películas, nos transmiten acerca de la
venganza como virtud; se enaltece al vengador, se da por sentado que la
venganza resuelve el mal cometido, y eso no es verdad porque muchas veces
genera una pendiente por la que es casi inevitable deslizarse.
Allí
donde se desencadena el odio y la sed de venganza como reacción frente a una
violencia, un ultraje, o una injusticia padecida, allí triunfa el mal. La víctima
inocente se ha dejado afectar por la enfermedad del mal y lo devuelve, generándose
la espiral de la violencia. Refiriéndose al odio y a la venganza dice Etty
Hillesum, la mártir judía de Auschwitz que acogió en su corazón el mensaje del
cristianismo: “No veo más solución sino que cada cual se examine
retrospectivamente su conducta y extirpe y aniquile en sí todo cuanto crea que
hay que aniquilar en los demás. Y convenzámonos de que el más pequeño átomo de
odio que añadamos a este mundo lo vuelve más inhóspito de lo que ya es” (Journal, p. 205).
Personas así se han aventurado en “un
camino que es más excelente que todos los demás” (1Cor 12,31): el del amor incondicional a este mundo, a la humanidad
pecadora y sufriente y al Dios de infinita misericordia. Imitarlo a él es
tender a la perfección. Sean perfectos
como su Padre celestial, dice San Mateo. Sean misericordiosos como el Padre, dice San Lucas.
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