P. Carlos Cardó, SJ
Jesucristo y los niños, óleo de
Jean Hippolyte Flandrin (1837), Museo de Arte e Historia de Lisieux, Francia
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En aquel tiempo, la gente le llevó a Jesús unos niños para que los tocara, pero los discípulos trataban de impedirlo. Al ver aquello, Jesús se disgustó y les dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios es de los que son como ellos. Les aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él". Después tomó en brazos a los niños y los bendijo imponiéndoles las manos.
De los que son como los niños es
el Reino. Hay que hacerse como ellos, siguiendo el ejemplo de Jesús, siervo de
todos, que por nosotros se hizo pequeño, pobre y humilde.
Para
nosotros, niño evoca ternura,
inocencia, sencillez, espontaneidad; para los griegos, paidion podía designar también a un pequeño sirviente, esclavo o
cautivo; para los hebreos, el niño –y la madre– era propiedad del varón, no tenía
derechos propios y no contaba para nada en la sociedad. Tanto en un ámbito
cultural como en el otro, los niños viven necesitados de todo, son y llegan a
ser lo que los demás les permiten; pueden vivir y desarrollarse si alguien los
toma bajo su cuidado y pertenencia.
En el
contexto en que habla Jesús, si se tienen en cuenta las enseñanzas que ha
venido dando desde la multiplicación de los panes, se puede decir, en fin, que
niño es también el último que se hace
servidor de los demás, no se ha
contaminado con la levadura de los fariseos y la de Herodes de la ambición de
tener, el afán de poder y la búsqueda del propio interés.
La invitación de Jesús a asumir la condición del niño supone por tanto una conversión en
la manera de pensar. Equivale a no andar como “los grandes” satisfechos de sí
mismos, que se creen superiores a los demás, que no deben nada ni tienen
necesidad de nadie. Uno puede renacer (Jn
3,1ss) para alcanzar la verdad del hijo que en su dependencia de su Padre
del cielo desarrolla su crecimiento en libertad y autonomía.
Este adulto-niño se siente acogido y acoge, sabe que todo lo ha
recibido gratis y debe darlo gratis. Sabe que no se ha dado la vida a sí mismo
y puede perderla; sabe que puede vivirla disfrutándola para sí o entregarla al
servicio. Sabe que en todo momento puede abandonarse en brazos de su padre,
porque el resultado final no dependerá sólo de él sino de Dios. El Salmo 131 lo
expresa: Señor, mi corazón no es soberbio
ni mi mirada altanera. No he perseguido grandezas que superan mi capacidad.
Aplaco y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre. Con esta
serena quietud interior se desenvuelve en toda circunstancia.
No se trata
de la primera infancia, sino de aquella madurez y libertad en la que se
recupera la inocencia. A estos niños Jesús bendecía y prometía el reino. Por
tanto, el hacerse niño según el evangelio no tiene nada que ver con el
infantilismo, que es fruto de una mala educación de los instintos, tendencias y
afectos. Infantil es el insatisfecho, que no busca más que satisfacer su ansia
de ser acogido, nutrido, sostenido, aferrándose a los demás y a las cosas,
exigiendo y manipulando; pero sin corresponder, ya que no puede valerse por sí
mismo. El niño del evangelio, en cambio, tiene como modelo la personalidad de
Jesucristo.
La gente
acudía a Jesús con sus niños para que los
tocara. Era un gesto muy común y
tenía un contenido religioso: se bendecía imponiendo las manos sobre la cabeza.
La hemorroisa y muchos enfermos querían tocar a Jesús porque de él salía una
fuerza que sanaba a todos (Lc 6, 19; Mc
5, 30). Muy propio de los niños es también el tocar. Pero los discípulos se
molestan. Su actitud es contraria a la actitud de libertad de los niños. Además,
es claro que quieren acaparar a Jesús para ellos solos.
Y Jesús se indignó. Literalmente, tuvo ira. Es el mismo sentimiento que le
causó la actitud de los fariseos cuando lo criticaron por querer sanar al
hombre de la mano seca en sábado (Mc 3,5).
Jesús siente esta indignación por el rechazo del evangelio.
Y proclama: Dejen que los niños vengan a mí; no se lo
impidan, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. El amor
salvador de Dios muestra toda su eficacia colmando el deseo de los pequeños de
este mundo que ponen toda su confianza en Él. Hacerse como ellos es renunciar a la falsa
afirmación de sí mismo, para poder acoger el don del Reino. Lo contrario,
querer guardarse la vida, es perderla.
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