P.
Carlos Cardó, SJ
Jesús
y los Fariseos, ilustración de Harold Copping en La Biblia de Copping (1910)
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Jesús volvió a llamar a la gente y empezó a decirles: «Escúchenme todos y traten de entender. Ninguna cosa que de fuera entra en la persona puede hacerla impura; lo que hace impura a una persona es lo que sale de ella. El que tenga oídos, que escuche.»Cuando Jesús se apartó de la gente y entró en casa, sus discípulos le preguntaron sobre lo que había dicho. El les respondió: «¿También ustedes están cerrados? ¿No comprenden que nada de lo que entra de fuera en una persona puede hacerla impura? Pues no entra en el corazón, sino que va al estómago primero y después al basural.»
Así Jesús declaraba que todos los alimentos son puros. Y luego
continuó: «Lo que hace impura a la persona es lo que ha salido de su propio
corazón. Los pensamientos malos salen de dentro, del corazón: de ahí
proceden la inmoralidad sexual, robos, asesinatos, infidelidad
matrimonial, codicia, maldad, vida viciosa, envidia, injuria, orgullo y falta
de sentido moral. Todas estas maldades salen de dentro y hacen impura a
la persona.»
Continúa
la polémica de
Jesús con los fariseos y maestros de la ley acerca de la verdadera piedad. Los
escribas y maestros de la ley, que normalmente residían en Jerusalén, ejercían
una función de inspectores en las provincias y pueblos. Incluso es probable que
los fariseos de Galilea los llamaran en su ayuda para rebatir a Jesús y frenar
el movimiento que se estaba armando en torno a él entre la gente más sencilla
de la región. Uno de los asuntos que fariseos y maestros de la ley más controlaban
era el cumplimiento de las normas y tradiciones referentes a la purificación de
las personas y de las cosas.
Tales prescripciones judías nos
pueden resultar incomprensibles, pero existían en casi todas las religiones.
Los primeros que tenían que cumplirlas eran los sacerdotes porque estaban
situados en un nivel superior al de los fieles y debían evitar todo aquello que
pudiera indisponerlos con la divinidad y volver ilícitas o inválidas las
acciones sagradas que ellos realizaban.
Así, a partir de estas normas del
Antiguo Testamento (sobre todo del libro del Levítico) se fue estableciendo la
división entre hombres puros e impuros, objetos santos y profanos, y la
religión fue reduciéndose a un conjunto de prácticas y acciones administradas por
los consagrados. Es cierto que la pureza que se obtenía mediante los lavados de
purificación y expiación simbolizaba la integridad de la conciencia, pero los
profetas se vieron obligados a denunciar la tendencia a reducirlo todo a la
exterioridad de los ritos.
Jesús hace ver que lo más
importante es la interioridad, el corazón, sede de los afectos y de los
sentimientos, en donde reside la sinceridad y la autenticidad de la persona, y
de donde salen también las malas acciones, inclinaciones y deseos. Por eso declara:
Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro
es lo que hace al hombre impuro.
El cristiano sabe, por tanto, que el
encuentro con Dios es, primeramente y sobre todo, un acontecimiento interior
liberador, que exige ser aceptado en la profundidad de la persona y no en la
exterioridad de la pura apariencia. Lo importante para Dios no son las acciones
religiosas que se realizan por tradición o costumbre, ni las normas morales que
se cumplen como imposiciones externas y no desde convicciones profundas del
corazón.
San Pablo en la carta a los
Romanos nos da esta norma segura de actuación: Les pido, hermanos, por la
misericordia de Dios, que ofrezcan sus vidas como sacrificio vivo, santo y
agradable a Dios. Este ha de ser su auténtico culto. No se acomoden a los
criterios de este mundo; al contrario, transfórmense, renueven su interior, y
así discernirán cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada,
lo perfecto (Rom 12,1-2).
Una vida regida
por los valores de Cristo y no por los del mundo, esa es la religión genuina,
viene a decir San Pablo. Más aún, en la entrega de sí mismo a Dios y a los
hermanos realiza el cristiano el sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que
es el culto verdadero. Sin esta actitud, la celebración de los sacramentos es inauténtica,
una pura ceremonia.
Por eso, para superar este riesgo
el cristiano va a la eucaristía y después procura llevar a la práctica lo que
en ella escucha, recibe y celebra. En la comunión, signo de reconciliación y de
unión fraterna, se hace vida el mandamiento del amor que Jesús estableció justamente
cuando instituyó el sacramento de su presencia viva entre nosotros. Se comulga
en el pan único y compartido y se recibe la acción del Espíritu Santo que, al
santificar nuestras ofrendas de pan y vino, nos santifica también a nosotros
para formar, en Cristo, un solo cuerpo y un solo espíritu.
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