P. Carlos Cardó, SJ
Presentación en el templo, óleo
de Giovanni Bellini (1460-64), Galería
Querini Stampalia, Venecia
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Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo:"Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel".El padre y la madre del niño estaban admirados de semejantes palabras. Simeón los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: "Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones.Y a ti, una espada te atravesará el alma".Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Ana se acercó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con Él.
La presentación de Jesús en el
templo es relatada por Lucas como la manifestación de Jesús Mesías a Israel, que
aparece representado en los tres elementos característicos de su religiosidad: la
Ley (van a cumplir lo mandado por la ley), el Templo (presentación del Niño en el templo) y la profecía (representada en Simeón y
Ana).
Jesús-Mesías
encarna y lleva a cumplimiento esos tres elementos. La Ley: porque Él trae la
nueva ley del amor, sello de la nueva alianza. El templo: porque su cuerpo, roto
en la cruz y resucitado al tercer día, es el verdadero templo. La profecía: porque
la gente lo reconocerá como un profeta pero Él dirá que es más que eso, pues de
Él hablan las Escrituras y en Él se cumple todo lo que anunciaron las profecías.
El Templo ocupa un lugar central en la vida judía. Era considerado el lugar donde resplandecía
la gloria de Dios, donde se tenía la
certeza de estar en su presencia, mucho más que en cualquier otra parte. Pero
la entrada del Hijo del Altísimo, heredero del trono de David, que reinará
sobre la casa de Jacob para siempre (Lc
1, 32-33) se realiza de manera humilde y paradójica: entra en el templo –la
casa de su Padre– como un sometido más, como un hombre cualquiera que tiene que
cumplir la ley. Sus padres pagarán por su rescate la ofrenda de los pobres, un
par de tórtolas o dos pichones, aunque es Él quien viene a pagar con su sangre
el rescate de nuestras vidas.
Destaca en
el relato la figura del anciano Simeón. Su
nombre significa Yahvé ha oído. Representa
al justo que oye la Palabra y la acoge en su corazón. Representa al cristiano que
es el “oyente de la palabra”. Pero
quien mueve a la persona para la escucha de la palabra de Dios no es solamente
su voluntad, sino el Espíritu, que actúa en los corazones.
Tres veces
se le menciona referido a Simeón: el
Espíritu estaba con él…; el Espíritu le había revelado que no moriría antes de
haber visto al Cristo…; vino al templo movido por el Espíritu… Simeón es por
ello también figura del Israel justo que aguarda el consuelo de Dios (Is 40), la liberación prometida para el
tiempo del Mesías.
Después de
ver al Niño y reconocerlo como el Mesías, Simeón expresa su gozo con un hermoso
canto de alabanza a Cristo luz de las naciones. La Iglesia reza este himno en
la última oración del día, antes del descanso nocturno. En él se expresa la
actitud de confianza de quien, por acción del Espíritu en su vida y por su adhesión
a la Palabra, ha vencido el miedo a la muerte y vive confiando en el Señor. El
encuentro con el Señor libera de las sombras de la muerte. Quien se encuentra
con el Señor puede morir en paz.
María y José
se admiran de lo que dice el anciano.
Viene después
la profecía que Simeón dirige a la
Madre: Este Niño será un signo de
contradicción, una bandera discutida.
Muchos se escandalizarán de él, no podrán resistirle y querrán hacerlo
desaparecer. Pero queda claro que ante Él habrá que definirse: a favor o en contra.
El que no está conmigo, está contra mí
está; y el que no recoge conmigo, desparrama, dirá (Lc 11,23).
El pasaje de
la Presentación de Jesús en el tempo, y en especial la figura de Simeón, dice
mucho a la vida cristiana. Como él, el cristiano procura ser justo, es decir,
respetuoso de Dios para proceder de manera responsable ante él. El Espíritu es
el que orienta sus relaciones con los demás y lo mantiene coherente y auténtico
en su opción personal por Cristo. Su corazón, en fin, desborda de confianza
porque sabe que el Señor es fiel y hará que sus ojos vean su salvación.
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