Vista imaginaria de Tívoli, óleo
de Claude Lorrain (1642), Instituto de Arte Courtauld, Londres
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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Ustedes son la sal de la tierra. Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Ya no sirve para nada y se tira a la calle para que la pise la gente. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad construida en lo alto de un monte; y cuando se enciende una vela, no se esconde debajo de una olla, sino que se pone sobre un candelero, para que alumbre a todos los de la casa. Que de igual manera brille la luz de ustedes ante los hombres, para que viendo las buenas obras que ustedes hacen, den gloria a su Padre, que está en los cielos".
Con estas
imágenes tomadas de la vida diaria Jesús no da un mandato ni propone un
programa de acción; lo que hace es describir lo que deben ser sus discípulos:
deben ser sal en el mundo en que viven y luz para las personas con quienes tratan.
Naturalmente,
si nos aplicamos estas palabras como dirigidas a nosotros –que es la mejor
manera de escuchar la Palabra de Dios– ellas nos mueven a preguntarnos con
sinceridad si somos realmente sal y luz con nuestra vida personal, familiar y social, con lo que
hacemos y lo que hablamos.
La sal sazona los alimentos y los preserva
de la corrupción. Además, en la cultura judía del tiempo de Jesús, la sal era símbolo
de sabiduría, de amistad y de disponibilidad para el sacrificio. Dirigidas a
nosotros, estas palabras de Jesús nos dicen que debemos mostrar el sabor de los
valores del evangelio y la perseverancia en el buen obrar.
Y hemos de
ser sal de la tierra porque nuestra fe en Cristo le da sentido no solamente a
nuestra vida personal, sino a las relaciones en sociedad. Somos sal de la
tierra si transmitimos y defendemos los valores del evangelio, y procuramos mantener
en el mundo las inquietudes por la justicia verdadera, luchando contra todo lo
que hace que nuestra sociedad se corrompa y se degrade.
Volverse insípido, en cambio, es perder el sabor
de Cristo, incurrir en la tibieza, dejar que se enfríe el amor, perder mística,
pasión, anhelo de entrega. Es una tentación en la que todos podemos incurrir, porque
somos continuamente afectados por otros modos de pensar, otros sabores, y por
ello debemos estar vigilantes.
Ustedes son la luz del mundo, nos dice también Jesús. Él es la
Luz. Y lo afirmó: Yo soy la luz del
mundo, el que me sigue tendrá la luz de la vida (Jn 18). Él es quien ilumina, nosotros recibimos de su luz y damos luz. La
identidad cristiana cuando está asimilada se deja ver, se trasluce, resalta. Pero
también aquí se da una contraposición: porque el mundo tiene otras luces que encandilan
y fascinan con sus propuestas de felicidad engañosa o efímera.
La luz
verdadera que hemos de transmitir, la describe el profeta Isaías en términos
muy concretos: Aleja de ti toda opresión,
deja de acusar con el dedo y levantar calumnias. Reparte tu pan al hambriento y
sacia al que desfallece. Entonces brillará tu luz en las tinieblas, y tu oscuridad se volverá como la claridad del
mediodía; entonces te dirigirás a Dios y Dios te hará sentir su presencia, te
responderá: “Aquí estoy” (Is 58).
No puede ocultarse una ciudad situada
en la cima de una montaña, continúa el texto de hoy. Jesús
se refiere a la comunidad de los que lo siguen, a la Iglesia. Está en lo alto,
todos la ven, todos se fijan en lo que en ella ocurre. De ahí brota nuestra
responsabilidad porque somos ciudadanos de esa ciudad y lo que yo haga o deje
de hacer –más aún si desempeño en ella una función especial– eso beneficia o
perjudica a la Iglesia.
Inspirado en el evangelio, el Papa Francisco no deja de advertir a
todos –obispos, sacerdotes, laicos– que la Iglesia debe dejar de estar
encerrada en sí misma, alejada de los problemas de la gente, incapaz de dar al
mundo de hoy el sabor de la sal y la luz del Evangelio.
Suele decir: “Prefiero una
Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia
enferma por el encierro y la comodidad de aferrase a las propias seguridades.
No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termina clausurada en
una maraña de obsesiones y procedimientos”.
Exhorta a los fieles a no quedarse “tranquilos en espera pasiva en
los templos”. Y nos invita a buscar las “fronteras”, los espacios humanos en
los que se libra la batalla entre la fe y la increencia, la abundancia y la
pobreza, el bienestar y el sufrimiento, convencido de que “lo que necesita hoy
la iglesia es capacidad de curar heridas” y cultivar una “cultura del
encuentro” entre las diversas culturas, las diversas maneras de pensar y las
diversas capas sociales.
Procurar que
la Iglesia, brille con su luz como “ciudad sobre el monte” no significa pretender
el brillo y esplendor de un país que se confronta con otros, o de una empresa
que compite con otras, o de una asociación que se enorgullece por reclutar el
mayor número de socios.
El mismo
Jesús que mueve a hacer brillar la luz, nos advierte: Cuidado con practicar las buenas obras para ser vistos por la gente…,
no vayas pregonándolo como lo hacen los hipócritas en las sinagogas y en las
calles para que los alaben los hombres (Mt 6, 1-2). Por consiguiente, la
única gloria que la Iglesia, y nosotros en ella, debe procurar es la gloria de Dios,
que en el evangelio aparece siempre asociada a la obra que Jesús realiza en
favor de los enfermos, de los pobres, de los pecadores, y es una gloria contraria
a la de los hipócritas que obran para ser vistos.
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