P. Carlos Cardó, SJ
El taller de Nazaret, óleo de Pedro
Orrente (1651), Museo Lázaro Galdiano, Madrid
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En aquel tiempo, Jesús fue a su tierra en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba se preguntaba con asombro: "¿Dónde aprendió este hombre tantas cosas? ¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros? ¿Qué no es éste el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿No viven aquí, entre nosotros, sus hermanas?" Y estaban desconcertados.Pero Jesús les dijo: "Todos honran a un profeta, menos los de su tierra, sus parientes y los de su casa". Y no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y estaba extrañado de la incredulidad de aquella gente. Luego se fue a enseñar en los pueblos vecinos.
En el texto
de ayer (Mc 5, 21-43) vimos el
ejemplo de fe dado por la mujer enferma de hemorragias y por el jefe de la
sinagoga que tenía a su hija en peligro de muerte. En el pasaje de hoy, en
cambio, Jesús no encuentra fe alguna, no puede hacer ningún milagro y expresa
la desilusión que le causan sus propios paisanos y parientes: Un profeta sólo es despreciado en su propia
tierra, entre sus parientes y entre los suyos.
El hecho ocurre
en la sinagoga de Nazaret, en el pueblo en donde Jesús ha vivido la mayor parte
de su vida. Lo rodean sus amigos y familiares que lo conocen desde niño, que lo
han visto crecer y actuar entre ellos, pero que a pesar de ello, o precisamente
por ello mismo, no creen en él. La incredulidad de “los suyos” los ha llevado incluso a querer llevárselo a casa porque decían que estaba loco (Mc 3, 21). No
fueron capaces de ver más allá de lo físico y tangible. Para ellos, Jesús no
era más que un simple vecino, un pobre carpintero, “hijo de María, hermano de
Santiago, de José, de Judas y de Simón” (6,3), a quienes ellos conocían.
Conviene señalar que estos “hermanos de
Jesús”, que los
evangelios y Pablo mencionan, han dado motivo de discusión desde los primeros
siglos del cristianismo. San Jerónimo (347-420 d.C.), gran conocedor de las
lenguas antiguas y traductor de la Biblia al latín, resolvió el asunto haciendo
ver que el significado de hermano, tanto en hebreo como en griego, es muy
amplio y abraza también a los primos
o parientes cercanos. Así, Abraham
llamaba “hermano” a Lot, que era su sobrino. Y Jacob llamaba “hermano” a su tío
Labán.
Finalmente,
los hermanos mencionados en Mc 6, 3 tienen nombres bíblicos de contenido simbólico,
que entroncarían a Jesús con el Israel de la antigua alianza: Santiago significa Jacob, padre de las doce
tribus; José, es el hijo de Jacob; Judas, es Judá, otro hijo de Jacob; y Simón, o Simeón, también es hijo de
Jacob.
Dice el
texto que la multitud estaba asombrada de la sabiduría con que Jesús enseñaba y
de su poder para hacer milagros, pero no podían aceptarlo como Mesías. Tenían
otra idea de lo que debería ser el Enviado de Dios, que traería la revelación
definitiva, y el Salvador de Israel que vendría a restaurar la monarquía de
David.
En el fondo
de esta oposición a Jesús está el escándalo que produce la encarnación de Dios.
Es lo que en última instancia llevará a los fariseos y jefes del pueblo a
acusarlo de blasfemo por pretender usurpar el puesto de Dios. Es el escándalo
que moverá a sus discípulos a abandonarlo, al verlo entregado por sus jefes y
muerto a manos de los paganos. Finalmente, por este mismo escándalo muchos
cristianos renegarán de él por querer un Cristo a su gusto y medida.
Se puede pertenecer
a su grupo y no decidirse a seguirlo, ser de “los suyos” y acabar como Judas.
Por eso dijo Jesús que sus verdaderos familiares son los que escuchan la
palabra de Dios y la ponen en práctica (3,35).
Desde otra
perspectiva se puede ver también una cierta semejanza entre algunas actitudes
que se dan hoy en la Iglesia y las de aquella gente de Nazaret. Nada hay más
cerca del Señor que la Iglesia; en ella está el Señor y en ella se nos comunica
el Espíritu Santo. Sin embargo, en el cristiano individual –cualquiera que sea su
rango en la jerarquía– y en enteros grupos de ella, la Iglesia puede actuar
como lo hicieron los nazarenos y judíos al reclamar un Mesías a la medida de
sus recortadas miras humanas.
Asimismo se reproduce
esta actitud en quienes, por la idea que tienen de los planes de Dios, se
niegan a amar a la Iglesia porque les escandaliza su parte más humana, más pesada,
más opaca, que no transparenta el rostro del Señor. Lo que quieren es una
Iglesia puro espíritu sin cuerpo, campo de trigo sin cizaña, red que reúne
peces de una sola especie, el cielo en la tierra.
Así obraron los
judíos que se negaron a ver en la “carne” del pequeño carpintero de Nazaret la
presencia del Dios con nosotros. En la Iglesia se reproduce a otra escala el
misterio de la encarnación. Ella prolonga la sorprendente presencia de Dios a
través de lo débil (cf. 1Cor 1, 18-25)
y por eso será siempre motivo de extrañeza.
Pero es a esta Iglesia, divina y
humana de arriba abajo, a la que amamos y procuramos construir, colaborando para
que, a partir de su condición de pecadora que Cristo bien conoce –como conocía
los pecados de Pedro y de sus apóstoles–, se esfuerce cada día por ser más fiel
al Evangelio.
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