P. Carlos Cardó, SJ
Sermón de la montaña, óleo de Carl Heinrich Bloch (1877), Museo de
Historia Natural, Castillo Frederiksborg, Dinamarca.
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En aquel tiempo, los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Entonces él les dijo: "Vengan conmigo a un lugar solitario, para que descansen un poco". Porque eran tantos los que iban y venían, que no les dejaban tiempo ni para comer.
Jesús y sus apóstoles se dirigieron en una barca hacia un lugar apartado y tranquilo. La gente los vio irse y los reconoció; entonces de todos los poblados fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron.Cuando Jesús desembarcó, vio una numerosa multitud que lo estaba esperando y se compadeció de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas.
En estos cuatro versículos tenemos toda una
síntesis de vida cristiana.
Los apóstoles se reunieron con Jesús. Estar con el Señor, conocerlo para más amarlo y seguirlo es lo que
define al cristiano. Jesús atiende a sus discípulos, presta atención a lo que
le cuentan del trabajo que han realizado y los invita: Vengan ustedes solos a un lugar deshabitado, para descansar un poco.
Detrás de estas palabras resuena el eco de aquellas otras que trae Mateo: Vengan a mí los que están cansados y
agobiados, que yo los aliviaré (Mt 11, 28).
Siempre hay que procurar escuchar lo que dice
Jesús como dirigido a nosotros hoy; sólo así la Escritura es palabra eficaz,
que toca nuestra situación y nos cambia. Hay que oír, pues, su invitación a
estar con Él, a saber “retirarnos” y descansar porque –consciente o
inconscientemente– podemos llevar una vida que deshumaniza: agitados, absorbidos
por el trabajo, en la búsqueda ansiosa de valores, que son útiles, sí, pero no esenciales.
Lo primero que se perjudica son las
relaciones personales, es decir, lo más hermoso y satisfactorio que la vida nos
da. Y lo mismo ocurre con Dios. Como toda relación, la amistad con Cristo hay
que cultivarla, hay que darse tiempo para estar a solas con Él. Los tiempos que
reservamos para la oración son los “lugares
deshabitados”, de los que habla el evangelio, espacios en los que nos
apartamos de aquello que, desde el exterior, nos desgasta y desorienta y
accedemos a nuestro interior, donde que tocamos
lo esencial.
Se fueron, pues, ellos solos en la barca, pero no lograron lo que buscaban, el descanso que tenían pensado se
les frustró. La multitud que
va y viene, ansiosa por ver a Jesús, se apresura y llega antes que ellos a la
otra orilla. No les van a dejar tiempo ni para comer. Jesús mira la
situación y, en vez de reprocharles –con todo derecho, por lo demás–, se
conmueve.
Él sabe bien que lo buscan para que les ayude a vivir. Por eso no
puede reprocharles su conducta ni defraudar la confianza que tienen puesta en Él.
Una vez más sus entrañas de pastor bueno se compadecen: son como ovejas sin
pastor (cf. Nm 27,17; Ez 34,5; Zac 13,7). Aprovecha entonces el momento
para seguir haciendo lo que siempre ha hecho: congregar, unir (Mc 1,38s)… y se puso a enseñarles
con calma.
Queda así
enmarcado el milagro de la multiplicación de los panes que viene a continuación
y definida la perspectiva desde la que hay que interpretarlo: milagro y
enseñanza, pan y palabra van unidos.
La imagen de
Jesús conmovido ante la necesidad de la gente nos hace apreciar lo más nuclear
de su persona: Jesús fue alguien que supo amar de verdad. Más aún, su amor no
fue en Él un sentimiento circunstancial, que le venía de vez en cuando, sino
una realidad permanente que caracterizaba su persona. La razón de fondo es que en
el amor profundamente humano de Jesús se revela su divinidad: su amor
misericordioso es el amor mismo de Dios. Jesús es la encarnación del amor con que
Dios ama, cuida y alimenta a sus criaturas
Por esta
razón última, cristológica, el amor compasivo es centro y esencia de la vida
cristiana. El Papa Francisco no deja de repetirlo al proponer como nota
esencial de la Iglesia el llamado “principio misericordia” que debe inspirar y
unificarlo todo.
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