jueves, 8 de marzo de 2018

Poder de expulsar demonios (Lc 11, 14-23)


P. Carlos Cardó SJ

Jesús expulsando un demonio, grabado de Matthaüs Merian, el viejo (1625-30), publicado en Íconos Bíblicos, conservado en el Museo Británico, Londres
Jesús estaba expulsando a un demonio que era mudo. Apenas salió el demonio, el mudo empezó a hablar. La muchedumbre quedó admirada, pero algunos de ellos decían: "Este expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios".
Otros, para ponerlo a prueba, exigían de él un signo que viniera del cielo. Jesús, que conocía sus pensamientos, les dijo: "Un reino donde hay luchas internas va a la ruina y sus casas caen una sobre otra. Si Satanás lucha contra sí mismo, ¿cómo podrá subsistir su reino? Porque -como ustedes dicen- yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul. Si yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul, ¿con qué poder los expulsan los discípulos de ustedes? Por eso, ustedes los tendrán a ellos como jueces. Pero si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes. Cuando un hombre fuerte y bien armado hace guardia en su palacio, todas sus posesiones están seguras, pero si viene otro más fuerte que él y lo domina, le quita el arma en la que confiaba y reparte sus bienes.El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama”.
Los adversarios de Jesús le han visto liberar a un pobre hombre que había perdido el habla a causa de un espíritu malo y le acusan de emplear una fuerza demoniaca para realizar tales acciones. Pero estas acciones visibilizan la presencia del reino de Dios que Él anuncia e inicia y por eso no puede dejar de realizarlas.
La fuerza de Dios, que creó todas las cosas y reordena el mundo, actúa en Él para liberar a todos los oprimidos y llevar a plenitud su obra creadora en el mundo. Los profetas lo habían anunciado para los tiempos últimos fijados por Dios. Por eso, en la sinagoga de Nazaret, Jesús había reivindicado para sí la posesión de ese mismo Espíritu que le consagraba y sostenía para la misión que el Padre le había encomendado: El Espíritu del Señor sobre mí me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres y me ha enviado a anunciar la liberación de los cautivos… (Lc 4, 18; Is 61, 1s).
En su respuesta a la acusación que le hacen, hace ver que esos signos que realiza lo acreditan como el enviado plenipotenciario y definitivo de Dios, portador de su Espíritu. Por eso afirma: Si yo expulso los demonios con el poder del Espíritu de Dios… es que ha llegado a ustedes el reino de Dios.
En las expulsiones de demonios se concentra de la manera mas gráfica el poder de Dios que actúa en Jesús venciendo al mal. Hoy no se acepta sin más, como en aquel tiempo, la posibilidad de una presencia y de una acción maciza del demonio en el mundo y en las personas, y se sabe que, en general, se atribuía a demonios (dáimones) o espíritus malignos los males físicos. Concretamente, enfermedades que hoy llamaríamos psiquiátricas, y algunas orgánicas que se manifiestan con síntomas impresionantes, como convulsiones violentas y pérdida del conocimiento, eran vistas como el efecto o presencia de un factor numinoso o sobrenatural.
Sin embargo, debemos decir que estos textos no han perdido el valor profundo que tienen para nosotros hoy porque la intención que tuvieron los primeros testigos al consignarlos en los evangelios es hacernos ver que, en Cristo, los poderes temibles del mal y de la muerte han dejado ya de ser invencibles.
Jesús exorciza, “desdemoniza” el mundo, libera a los hijos e hijas de Dios de todo demonio personal o social, de toda sumisión fatalista a las fuerzas de la división, injusticia, odio y perdición, sana la creación que ha sido dañada por la maldad humana y abre para todos el reino de Dios su Padre.
Jesús es el más fuerte que viene y vence. Su victoria está asegurada. El reino de Satanás no pude mantenerse en pie. Pero esta victoria todavía debe extenderse en el plano personal y abrazar la vida de cada uno. Hasta su derrota final, el mal sigue actuando en el mundo. Nuestra vida cristiana está siempre amenazada. Quien se sienta seguro, tenga cuidado de no caer, advierte Pablo (1 Cor 10,12). Por eso pedimos al Padre que no nos deje caer en la tentación y que siga librándonos del mal y del maligno.
La lucha contra el mal continúa y la podemos sostener porque nos conduce y fortalece el Espíritu que hemos recibido en el bautismo. Él nos hace vivir como hijos e hijas, capaces de llamar Abba a Dios, nos libra del temor y nos capacita para discernir cuáles son sus divinas inspiraciones y cuáles son las del enemigo.

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