P.
Carlos Cardó SJ
![]() El juicio final, óleo sobre lienzo de Jean Cousin el joven (entre 1560 y 1589 aprox.), Museo del Louvre, París |
Jesús dijo a los judíos: «Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no valdría. Pero hay otro que da testimonio de mí, y yo sé que ese testimonio es verdadero. Ustedes mismos mandaron preguntar a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para la salvación de ustedes. Juan era la lámpara que arde y resplandece, y ustedes han querido gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo. Estas obras que yo realizo atestiguan que mi Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han escuchado su voz ni han visto su rostro, y su palabra no permanece en ustedes, porque no creen al que él envió. Ustedes examinan las Escrituras, porque en ellas piensan encontrar Vida eterna: ellas dan testimonio de mí, y sin embargo, ustedes no quieren venir a mí para tener Vida. Mi gloria no viene de los hombres. Además, yo los conozco: el amor de Dios no está en ustedes. He venido en nombre de mi Padre y ustedes no me reciben, pero si otro viene en su propio nombre, a ese sí lo van a recibir. ¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que sólo viene de Dios? No piensen que soy yo el que los acusaré ante el Padre; el que los acusará será Moisés, en el que ustedes han puesto su esperanza. Si creyeran en Moisés, también creerían en mí, porque él ha escrito acerca de mí. Pero si no creen lo que él ha escrito, ¿cómo creerán lo que yo les digo?».
La controversia de Jesús con los fariseos y escribas acerca de la
autoridad con que enseña y con que realiza signos milagrosos está presentada
por el evangelista Juan como un juicio ante un tribunal. Por una parte está
Jesús el acusado y por otra los judíos; por un lado la fe y por otra la
incredulidad.
Jesús es acusado y se defiende aportando testimonios válidos a su
favor, el de Juan Bautista, su precursor, y, en definitiva el del mismo Dios,
su Padre, que habla a través de las Escrituras santas y actúa por medio de las
obras que Jesús realiza. Argumentando así, Jesús pasa de acusado a acusador. Y
consigue algo más: que la confrontación trascienda el espacio y el tiempo y
llegue hasta nosotros hoy y nos concierna.
Jesús pone de testigo en favor suyo a Juan Bautista, su autoridad
y prestigio entre los judíos era innegable. Pero su testimonio no puede ser el
definitivo pues, a fin de cuentas, era un hombre con una autoridad que le había
sido dada de lo alto. Se le reconoce como una lámpara luminosa, pero no era la
luz, sino el portador de la luz que le venía de Dios. Además, Juan Bautista
correspondía al pasado. De modo que el único y auténtico testigo y garante de
Jesús, antes y en el presente, sólo podía ser Dios, su Padre.
En efecto, Dios había hablado por medio de las Escrituras y se
podía ver que actuaba por medio de las obras que Jesús realizaba, pero no basta
conocer las Escrituras y ver las obras, es preciso previamente amar
incondicionalmente a Dios, respetar su libre actuar y aceptar su voluntad aunque
contradiga el propio sentir o parecer.
Cuando esto no ocurre, no se comprende al Hijo, no se le sigue y
se le rechaza. De esto acusa Jesús a sus contemporáneos y al mundo. No aman a
Dios, no comprenden ni acogen a su Hijo. Estudian las Escrituras, pero no para
conocer a Dios y oír su palabra, sino para justificarse a sí mismos y procurarse
gloria unos a otros. En ningún momento se han mostrado dispuestos a cambiar
para poder conocer la voluntad de Dios y llevarla a la práctica.
Los adversarios de Jesús, en el fondo, no tienen fe en Él porque
no han escuchado lo que dicen las Escrituras, que muestran cómo el amor del
Padre al Hijo es dado también a los hombres. Han preferido creer en sus
tradiciones y costumbres religiosas, basadas en falsas interpretaciones de la
ley, y para aparecer como fieles cumplidores de ella y de las tradiciones, se
oponen a Jesús.
Se hacen así los garantes del cumplimiento de la ley y obtienen
fama de justos. No han sido capaces de reconocer que la ley encuentra su pleno
cumplimiento en las enseñanzas de Jesús y que de Él hablaron los profetas.
Son muchas las resistencias que oponemos a la Palabra. No nos
creemos el amor de Dios y nos cuesta reconocer que los caminos del Señor pueden
ser distintos a nuestros caminos. En la raíz de todo está la falta de confianza
en Dios, que lleva a poner la seguridad en sí mismo y en la gloria, fama o
poder que se conquista. No amar y confiar en Dios es quedar esclavo del
egoísmo. Eso conduce a desconocer la propia identidad de hijos o hijas, que
lleva a su vez a desinteresarse del hermano y a querer usurpar el lugar de
Dios.
Sólo quien vive como hijo o hija reconoce que la vida es un don, y
se realiza en la entrega a los demás y en la comunión con el prójimo. Toda la
Escritura habla de esto: somos creados, criaturas, don del amor de Dios. Pero
nos hacemos sordos a su palabra y dejamos que otras
palabras entren en nosotros y nos convenzan.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.