P. Carlos Cardó SJ
Cabeza de Cristo, óleo sobre lienzo de Nikolay
Koshelev (segunda mitad del siglo XIX), colección privada, Rusia
Cuando Jesús llegó a Nazaret, dijo a la multitud en la sinagoga: "Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país. Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio". Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo. Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.
Jesús
ha iniciado su actividad pública en la sinagoga de Nazaret, pueblo en el que se
ha criado, y lo ha hecho proclamando la buena noticia de la liberación ofrecida
por Dios por medio de su persona y de su mensaje. Muchos al oírlo han quedado admirados de las palabras de
gracia que salían de su boca. Pero no llegan verdaderamente a comprender
quién es Jesús porque se quedan en lo que saben de Él: que es el hijo de José,
el carpintero del pueblo.
Por
eso Jesús les interpela su falta de fe; les hace ver que no lo reconocen como
el enviado de Dios ni creen el anuncio que les ha hecho del comienzo de una era
nueva que les exige nuevas actitudes. Conocían a Jesús demasiado para aceptar
una novedad tan radical y, por otra parte, se resistían a cambiar sus propias vidas
y sus costumbres de siempre.
Jesús
los exhorta a la conversión. Les recuerda que con su incredulidad y desconfianza
están repitiendo el comportamiento de sus antepasados con los profetas Elías y
Eliseo, que encontraron mejor acogida entre los paganos que entre sus oyentes
del pueblo elegido de Dios. Así, Jesús sufre la suerte de los profetas, que
fueron rechazados por los suyos y sólo pudieron actuar entre quienes no exigían
milagros para creer, ni pretendían saber cómo debía actuar Dios.
Los
de Nazaret pasan entonces de la furia a la violencia y deciden quitarlo de en
medio, eliminarlo. Lo empujan fuera de la ciudad e intentan despeñarlo desde el
barranco del monte donde se alzaba su pueblo. Lo ven como un blasfemo y debe
morir.
Pero
Jesús, de forma imponente, abriéndose paso entre ellos, se alejaba. La
oposición de los nazarenos ha sido un adelanto del rechazo que va a sufrir en
su actividad pública y que culminará en su condena a muerte. Llegará el momento
en que las autoridades judías lo entreguen a los romanos y acabe su vida en la cruz.
Pero aquello vendrá a su debido tiempo. Ahora la libertad soberana con que
vence el furor de sus enemigos prefigura su resurrección. Jesús está por encima
de la maldad humana. Jesús sigue haciendo el bien, a pesar de la malignidad del
mundo.
En el plano eclesial, el texto de hoy le recuerda a la Iglesia que
siempre ha habido y habrá necesariamente dentro de ella profetas movidos por el
espíritu de Dios que interpelan a la sociedad y conmueven las conductas. Estos
hombres y mujeres llaman también la atención de la misma Iglesia para que en
sus instituciones humanas y en los hombres que la forman no tienda a acomodarse
a ningún orden de cosas injusto, no se doblegue ante los poderosos, no siga
otro interés que el de Jesucristo y no deje de defender los justos intereses de
los necesitados si quiere seguir siendo fiel al evangelio.
La libertad del profeta la necesita la Iglesia para denunciar las
injusticias y anunciar el evangelio del amor, para invitar al cambio de
conducta y pensar el futuro desde la justicia y el amor. Verdaderos ejemplos de
inspiración profética los podemos apreciar en las actitudes y gestos que está
demostrando el Papa Francisco para promover la renovación la Iglesia y la
reforma de sus instituciones.
Mientras Jesús está lleno del Espíritu Santo, los nazarenos están
llenos de ira. También esto encuentra aplicación hoy si miramos los graves
conflictos que se libran en el terreno de las religiones. La mayor dureza del
corazón humano, capaz de llevar a las peores violencias, es la que proviene de
las pretensiones religiosas, que se expresan en conductas intolerantes,
excluyentes y condenatorias, y sustentan todo tipo de fundamentalismo o
sectarismo del signo que sea.
Para
nosotros hoy, el mensaje de este evangelio mantiene plena vigencia. Todos nos
podemos ver retratados en la sinagoga de Nazaret. Como los nazarenos, también
nosotros en un primer momento acogemos con entusiasmo el mensaje del evangelio.
Pero cuando comprendemos que la propuesta de Jesús nos exige cambios
importantes en nuestro modo de vivir aparecen nuestras resistencias.
Por
otra parte, tampoco a nosotros nos agrada que alguien nos
haga ver nuestras incoherencias y deje al descubierto nuestra incredulidad...
El pasaje evangélico de hoy nos invita, pues, a no repetir el error de los
paisanos de Jesús: en vez de echarlo fuera, salgamos nosotros fuera de los
estrechos límites en que nos encerramos y vayamos con Él. Sigamos sus
itinerarios imprevisibles y demos los pasos que nos proponga dar, aunque
inicialmente no entren en nuestros cálculos.
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