P.
Carlos Cardó SJ
La
zarza ardiente, óleo sobre lienzo de Francisco Collantes (1634), Museo del
Louvre, París, Francia
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Jesús dijo a los judíos: "Les aseguro que el que es fiel a mi palabra, no morirá jamás". Los judíos le dijeron: "Ahora sí estamos seguros de que estás endemoniado. Abraham murió, los profetas también, y tú dices: 'El que es fiel a mi palabra, no morirá jamás'. ¿Acaso eres más grande que nuestro padre Abraham, el cual murió? Los profetas también murieron. ¿Quién pretendes ser tú?". Jesús respondió: "Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. Es mi Padre el que me glorifica, el mismo al que ustedes llaman 'nuestro Dios', y al que, sin embargo, no conocen. Yo lo conozco y si dijera: 'No lo conozco', sería, como ustedes, un mentiroso. Pero yo lo conozco y soy fiel a su palabra. Abraham, el padre de ustedes, se estremeció de gozo, esperando ver mi Día: lo vio y se llenó de alegría". Los judíos le dijeron: "Todavía no tienes cincuenta años ¿y has visto a Abraham?". Jesús respondió: "Les aseguro que desde antes que naciera Abraham, Yo Soy". Entonces tomaron piedras para apedrearlo, pero Jesús se escondió y salió del Templo.
El texto recoge un tema clásico del evangelio de Juan: la presentación de Jesús como revelador
de la gloria del Padre en contraposición con el templo, símbolo de la religión
de la antigua alianza, lugar donde habitaba la gloria de Yahvé, pero que ha
quedado oscurecido, sin capacidad reveladora bajo los signos de la grandeza y
del poder opresor que los jefes religiosos han querido imponerle.
Desde el Prólogo del evangelio viene
subrayada esta oposición: la Palabra vino a los suyos, pero justamente allí
donde debía ser acogida, fue rechazada. La gloria de
Dios se revela ahora en la persona de Jesús y en el ofrecimiento de salvación que hace. Ha
llegado la hora de los verdaderos adoradores que adoran a Dios no en el templo,
sino en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23).
Jesús se defiende y acusa, pero no da sentencia: a todos les
ofrece la vida. Su palabra da la vida. En
verdad, en verdad les digo: si uno observa mi palabra no verá la muerte.
Llevar a la práctica su palabra, eso los hará libres hijos e hijas de Dios y
los librará de la muerte. La vida que Jesús comunica no conoce fin. Tal es el
designio de Dios, su Padre.
Los jefes de los judíos no responden a la invitación de Jesús.
Ellos son incapaces de comprender una promesa de vida. Se precian de ser hijos
de Abraham, pero para ellos Abraham no es más que un pasado; no lo recuerdan
como receptor de una promesa, él ya no es para ellos una promesa. Tampoco los
profetas, sobre cuyos escritos se había edificado la esperanza, les abren a
ningún futuro. Todos han muerto. Para ellos sólo vive Moisés, de quien se
profesan discípulos; pero han deformado sus escritos, cercenando de ellos la
esperanza que anunciaban, utilizando su Ley para oprimir.
¿Quién
pretendes ser?, le preguntan a Jesús. Y Jesús
apela a su Padre, que es quien le da gloria, haciendo brillar en Él su amor y
lealtad (Jn 1,14). Él sabe quién es
Dios, se identifica con Él como su hijo por la comunión del mismo Espíritu y porque
cumple su palabra. Yo sé quién es y cumplo
su palabra. Por eso, su actividad manifiesta la obra de Dios: dar libertad
y vida. He venido para que tengan vida y
la tengan en abundancia (Jn 10,10). Ese es el designio que ha recibido del
Padre.
Jesús no duda en declararse superior a Abraham y afirma que Abraham saltó de gozo porque iba a ver este
día mío, lo vio y se llenó de alegría. El patriarca se alegró al ver
realizada la bendición prometida en la obra de Jesús Mesías, que según San Juan
se desarrolla en un día, en el día de la nueva humanidad, y se inició en
Caná, cuando Jesús manifestó su gloria y
creyeron en él sus discípulos (Jn 2,11).
Al final del texto hay como un cambio de escenario. Se alude implícitamente
a la tierra santa de Moisés, al lugar de la zarza ardiente y de la revelación
del Nombre de Dios (Ex 3,6ss). La frase de Jesús lo evoca: desde antes que existiera Abraham, soy yo lo que soy. Al revelar su
Nombre, Yahweh, Yo soy el que soy, Dios no quiso designar con un concepto
abstracto su esencia, sino asegurar a Israel su lealtad, ayuda y protección
continua. Al retomar Jesús esta palabra de Dios invita a que se le
escuche como aquél en quien el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se ha hecho
cercano para salvar. Lo que es Dios, lo vemos en Jesús. En Él, Dios es y estará
con nosotros.
Los judíos no pudieron soportar esto, cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se ocultó saliendo del
Templo. La presencia del Dios con nosotros, abandona el templo, dejándolo
vacío. Dios no ha querido manifestar su gloria en los signos de grandeza y de
poder con los que los jefes religiosos querían representarla. Su gloria se
opera en la vida digna, libre y fraterna, que Jesús ofrece para antes y después
de la muerte, como la realización de la más perfecta felicidad del ser humano.
Los signos de esta vida verdadera siguen apareciendo hoy ante
nosotros, mezclados con otros signos que, como Abraham, Moisés y los profetas
para los judíos interlocutores de Jesús, ya no transmiten esperanza. Nos toca
saber discernirlos.
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