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Carlos Cardó SJ
Parábola del fariseo y el publicano, grabado. Imprenta Emile Petithenry, París (1895) |
Jesús, refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: «Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'. Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado».
La parábola, como el mismo Lucas
señala, va dirigida a todos aquellos que “piensan estar bien con Dios y desprecian
a los demás”. Se desarrolla en el templo de Jerusalén, probablemente a la hora
de la oración, las tres de la tarde. Era el lugar santo por excelencia, en
donde los judíos experimentaban la protección de Dios.
Pero esta devoción al templo se
desvió desde el inicio, dando origen a la idea de un Dios inmóvil, al que se le
puede ganar con favores. Por eso los profetas
mantuvieron una fuerte crítica a este tipo de religión: “Escuchen, judíos, la
palabra del Señor -dice Jeremías-: Roban, matan, cometen adulterio… ¿y después
entran a presentarse ante mí en este templo… y dicen: ‘Estamos salvados’?
¿Creen que es una cueva de bandidos este templo que lleva mi nombre?” (Jer 7, 1-11).
Los personajes de la parábola son dos: un miembro del partido de
los fariseos que hacían depender la salvación del propio esfuerzo por lograr
una observancia estricta de la ley; y un publicano, dedicado al oficio odioso
de recaudar impuestos para los romanos.
El fariseo, puesto de pie, ora a
Dios alabándose a sí mismo. Enumera sus buenas obras y no pide nada. Se declara
superior a los «pecadores», y desprecia al publicano, juzgándolo de ladrón y
estafador. Su oración consiste en demostrarle a Dios que sus buenas obras van más
de lo que pide la ley porque ayuna dos veces por semana, mientras la ley prescribe
sólo un día de ayuno anual (el día de la expiación), y paga el diezmo no sólo de
las mercancías sometidas a esta ley (el grano, el vino y el aceite) sino de
todas sus posesiones. Pretende aparecer con un extraordinario espíritu de
sacrificio, pero desprecia a su prójimo. En realidad, no espera nada de Dios.
El publicano, en cambio, se mantiene a distancia y ni siquiera se
atreve a levantar los ojos al cielo. Pesa sobre él la exclusión social de que
es objeto, y no sin razón. Los impuestos (sobre el suelo y per capita) que las
naciones conquistadas debían pagar a Roma eran cobrados por funcionarios que,
generalmente, arrendaban su puesto al que más ofrecía. El publicano que obtenía
así la mesa de los impuestos, cobraba para su bolsillo. Las tarifas estaban
establecidas por ley, pero los publicanos, mediante artimañas, extorsionaban y estafaban
al público.
Por eso eran tenidos por ladrones y las personas decentes los
evitaban. Además se les consideraba incapaces de obtener el perdón de Dios, porque
para ello tenían que restituir los bienes que habían obtenido estafando a la gente,
más una quinta parte, tarea imposible de cumplir por trabajar siempre con
público diferente. ¿Cómo podían saber a quién habían robado? Por todo esto la
situación del publicano de la parábola y la de su familia es de hecho
desesperada. Y no sólo su situación, sino también su petición de misericordia
es desesperada.
La parábola tuvo que ser desconcertante para los oyentes, sobre
todo por la conclusión que saca Jesús: que el publicano volvió a su casa
reconciliado con Dios, y el fariseo no. Los oyentes no podían dejar de pensar: ¿Qué
de malo ha hecho el fariseo, que ayuna, da limosna y da gracias a Dios? Y el
publicano, ¿qué ha hecho para reparar su culpa?, ¿puede un hombre como él salir
justificado simplemente por reconocerse pecador?
Jesús no responde directamente, se
limita a hacerles entender que así es como juzga Dios: atiende al oprimido y
está con los excluidos. El publicano ha orado con las primeras palabras del
salmo 51: «Dios mío, ten compasión de mí», añadiendo «porque soy un pecador».
Pero los judíos debían recordar que ese mismo salmo dice: «El sacrificio que
agrada a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado tú, oh
Dios, no lo desprecias».
Así es Dios, viene a decir Jesús, perdona
al pecador desesperado y rechaza al que se cree justo y ni siquiera pide perdón.
Su misericordia con los de corazón quebrantado es ilimitada. Por eso Jesús se
acerca a los perdidos que necesitan salvación.
En esto radica el mensaje central
de la parábola: la nueva idea de Dios, que Jesús propone, diametralmente
opuesta a la que transmiten los fariseos. Jesús proclama la misericordia como
atributo esencial del Dios-Amor y como valor fundamental del reino de Dios que
sus oyentes deben encarnar en sus vidas: “Sean misericordiosos como su Padre
celestial es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no
serán condenados” (Lc 6,36-37).
La parábola nos mueve a la aceptación sincera de lo que somos
(“andar en la verdad” de nosotros mismos), al reconocimiento de la igualdad de
todos los hijos e hijas de Dios, y a la lucha contra las diversas formas de
fariseísmo, de exclusión y de discriminación que aún existen en la sociedad.
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