P. Carlos Cardó SJ
La traición de Judas, óleo sobre lienzo de Carl Bloch (1875) capilla del castillo de Frederiksborg, Hillerød,
Dinamarca
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Uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: "¿Cuánto me darán si se lo entrego?". Y resolvieron darle treinta monedas de plata. Desde ese momento, Judas buscaba una ocasión favorable para entregarlo.
El primer día de los Ácimos, los discípulos fueron a preguntar a Jesús: "¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?". El respondió: "Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: 'El Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos'". Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua. Al atardecer, estaba a la mesa con los Doce y, mientras comían, Jesús les dijo: "Les aseguro que uno de ustedes me entregará". Profundamente apenados, ellos empezaron a preguntarle uno por uno: "¿Seré yo, Señor?". El respondió: "El que acaba de servirse de la misma fuente que yo, ese me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber nacido!". Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó: "¿Seré yo, Maestro?". "Tú lo has dicho", le respondió Jesús.
Con la traición de Judas, uno de
los más íntimos de Jesus, el evangelista Mateo acentúa la atroz oscuridad en
que va a desarrollarse la historia de la pasión del Señor. Es verdad que deja
constancia de que todo iba a suceder conforme lo había ya predicho Jesús y de
acuerdo a un designio de Dios (26, ls);
sabe también, cuando escribe su evangelio, que de la oscuridad de la pasión
brotará la luz de la resurrección, (16,
21; 17,23; 20, 19), pero lo que nos narra mantiene todo el carácter
enigmático, sobrecogedor y nunca dominable del todo que tuvieron los
acontecimientos de la pasión y muerte del Señor para los primeros testigos.
Jesús, había anunciado que el Hijo
del hombre dentro de dos días iba a ser entregado e iba a sufrir muerte de cruz
(26, 2). Ahora asegura que ha llegado
ya «la hora» (26, 45s), «su tiempo».
Habla de ello con toda conciencia, empeñándose a sí mismo, y como quien se ha
determinado a dar cumplimiento a la obra que se le ha encomendado. No va
pasivamente. El Hijo del hombre no ha
venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por todos,
había dicho claramente (Mt 20,28). Y en el evangelio de Juan es más enfático
aún: A mí nadie me quita la vida, sino
que yo la doy por mi propia voluntad. Tengo poder para darla y para recuperarla
(Jn 10,18).
Este señorío personal y
determinación con que procede Jesús se muestra también en la orden que da a
continuación a sus discípulos para que preparen su cena pascual y en la forma
como dispone de la casa de un desconocido de Jerusalén para celebrarla. Los
discípulos obedecen. Consciente o inconscientemente realizan lo propio del
discípulo, que es cumplir lo que el Maestro les dice, o lo propio de los familiares
de Jesús que es cumplir la voluntad de su Padre que está en los cielos (12, 50).
Al
atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Cae la noche
del poder del mal y de las tinieblas. Y Jesús anuncia que uno de sus discípulos
lo va a entregar. El clima se ensombrece aún más por el desánimo y la tristeza que
embarga a los discípulos. Consternados, uno a uno le preguntan: ¿Acaso soy yo, Señor? Nunca han pensado
una cosa así y, naturalmente, esperan una respuesta negativa.
Pero la situación es tan dramática
que los ha puesto inseguros. El cristiano puede identificar dentro de sí la
inseguridad que sienten los discípulos y puede ver reflejadas en su pregunta sus
propias inquietudes sobre la baja calidad de su relación con Jesús, sobre sus
incoherencias y la posibilidad de traicionar al Señor por la inestable
fragilidad de la naturaleza humana. No hay razón para identificarse con el
Iscariote, pero es indudable que su siniestra figura habla de la realidad que
nos cuesta admitir: el pecado del mundo que actúa en nosotros.
De ese mundo nos salva el Señor. Y
quiere salvar a su discípulo. Es impresionante el modo como Jesús trata a
Judas. No lo avergüenza, no profiere contra él insulto alguno ni lo censura
abierta y drásticamente. Se limita simplemente a decirle: Tú lo has dicho. Sin ser una expresión agresiva, es una afirmación confirmatoria
que encierra tal vez una amonestación indulgente, como esperando que se
arrepienta.
Pero la distancia está trazada, la
separación se ha consumado. El amor de Jesús por su discípulo no se contradice
con la calificación que hace del pecado de Judas. El Hijo del hombre se va, tal como está escrito de él, pero ¡ay de
aquel que entrega al Hijo del hombre! ¡Más le valdría no haber nacido!
Mateo,
a diferencia de Juan, no dice si Judas salió inmediatamente de la sala, pero se
supone. Volverá a aparecer en el Huerto de los Olivos
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