P.
Carlos Cardó SJ
El
sumo sacerdote Caifás, óleo sobre lienzo, detalle de la pintura Jesús ante
Caifás de Tomás de Merlo (1737) robada en 2014 de la iglesia del Calvario,
Ciudad de Antigua, Guatemala
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Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él. Pero otros fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho. Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron un Consejo y dijeron: "¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él, y los romanos vendrán y destruirán nuestro Lugar santo y nuestra nación". Uno de ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo: "Ustedes no comprenden nada. ¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?". No dijo eso por sí mismo, sino que profetizó como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación, y no solamente por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos. A partir de ese día, resolvieron que debían matar a Jesús. Por eso él no se mostraba más en público entre los judíos, sino que fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí permaneció con sus discípulos. Como se acercaba la Pascua de los judíos, mucha gente de la región había subido a Jerusalén para purificarse. Buscaban a Jesús y se decían unos a otros en el Templo: "¿Qué les parece, vendrá a la fiesta o no?".
¿No
se dan cuenta de que es preferible que muera un solo hombre por el pueblo, a
que toda la nación sea destruida?, dijo Caifás. Y el evangelista San Juan añade una
frase misteriosa: no hizo esta propuesta
por su cuenta, sino que, como desempeñaba el oficio de sumo sacerdote aquel
año, anunció bajo la inspiración de Dios que Jesús iba a morir por toda la
nación. Y no sólo por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos
los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11, 50-52).
Es decir, que Caifás, sin saberlo ni pretenderlo, señaló el
significado redentor de la muerte de Jesús. Tendrá que morir para que la nación
y toda la humanidad se salven. Pero ¿qué sentido tiene que un hombre muera por
toda la nación?
Tradicionalmente se ha interpretado en el sentido de un rescate:
uno paga para redimir a todos, Jesucristo cancela la deuda contraída por la
humanidad pecadora, su sangre es el precio valioso que ha merecido para
nosotros la vida. Esta idea está muy presente en el Antiguo Testamento. Se
visibilizaba en el día de la purificación con el rito del macho cabrío sobre el
que, simbólicamente, los hebreos cargaban los pecados del pueblo y lo abandonaban
en el desierto (cf. Lev 16,20-22).
La sangre, además, tenía poder de borrar los pecados. El Sumo
Sacerdote con la sangre de las víctimas inmoladas asperjaba el propiciatorio –que
era una plancha de oro sobre el Arca de la Alianza–, expresando la voluntad de
unirse a Dios, eliminando la separación y distancia provocadas por el pecado.
San Pablo aplica esta imagen a Jesucristo y lo presenta como el nuevo propiciatorio de nuestros pecados (Rom 5).
La idea de la redención como rescate se une así a la de la muerte
sustitutiva (vicaria) y a la del sacrificio expiatorio. La muerte vicaria
aparece en varios pasajes de las cartas de Pablo (1Tes 5, Gal
2, 1Cor 1 y 15, 2Cor 5, Rom 5,14, también en 1Pe 2).
Los Santos Padres de la primitiva Iglesia dirán que Cristo
establece el intercambio entre Dios y los hombres, con el que se da la victoria
sobre la muerte y el diablo, que Cristo
con su sangre da a Dios la debida satisfacción (San Anselmo), y que su sangre
es el instrumento del amor que reconcilia (Santo Tomás de Aquino). En el himno
eucarístico Adoro Te devote, Santo
Tomas de Aquino dice que una sola gota de la sangre de Cristo puede liberar de
todos los crímenes al mundo entero.
Pero no se puede negar que esta idea de que el inocente pague por
todos, resulta difícil de comprender. Dios no quiso la muerte de su Hijo; no lo
envió al mundo para que lo mataran. No se puede pensar así, se haría de Dios un
padre despiadado.
Sí envió a su Hijo para que se identificara con sus hermanos
mediante un amor que lo llevaría hasta asumir solidariamente el sufrimiento y
la muerte. Dios miraba sólo a que su Hijo, enviado y entregado al mundo,
mantuviera su solidaridad salvífica con los hombres, acercándose incluso –con
su amor llevado hasta el extremo– hasta abrazar a sus enemigos para sacarlos de
su cerrazón y alejamiento de Dios.
Y es lo que hizo Jesús: no dudó en hacer suya la voluntad amorosa
de su Padre de dar su vida para que nadie se pierda, llenando de este amor los
padecimientos y muerte que sus enemigos –representantes del pecado del mundo– le
infligieron. Cristo Jesús nos ama y, porque nos ama, da su vida por amor. El
Padre, por su parte, se complace y acepta el amor más grande que su Hijo
demuestra dando la vida por sus amigos, confiriéndole todo su valor de
eternidad y su eficacia salvadora.
Además, Jesús ha de asumir toda la realidad humana, incluido el
pecado, el sufrimiento y la muerte. Por eso acepta el dolor de la cruz, para
iluminar y llenar con su amor el sufrimiento humano, la culpa humana y la
muerte, y vencerlos. El amor es lo que redime y salva.
Otra interpretación hace ver que el pecado y la muerte eran fruto
de la humanidad vieja, constituida por el mundo sin Dios y sin esperanza (Cf. Ef 2, 12), y por el pueblo de Israel, que
había quedado atrapado en el cumplimiento puramente exterior de la ley, sin la
libertad de los hijos de Dios.
Adán, inicio de la humanidad, representa el mundo viejo que ha de
morir para que pueda nacer una nueva vida. Eso es lo que ocurrirá en la cruz
del Señor. Para San Pablo Jesucristo es el nuevo Adán, que con su muerte da
comienzo a la humanidad nueva cuyo destino es el cielo.
En su cuerpo entregado y resucitado cabemos todos. Su cuerpo es
«espiritual», y lo formamos todos: la comunidad de fe, esperanza y amor, que
Cristo resucitado colma del Espíritu para renovarlo todo. Esta idea sintetiza
lo que es la pascua: Lo viejo ha pasado y
ha aparecido algo nuevo. Todo viene de Dios, que nos ha reconciliado consigo
mismo por medio de Cristo (2 Cor 5 17-18).
Por esto los que viven en
Cristo son una nueva criatura. En la cruz, Cristo, el hombre nuevo, comparte
la vida nueva del Espíritu con todo su cuerpo, que es la comunidad de sus
hermanos y hermanas, y hace de ellos la humanidad nueva. Para eso muere Jesús.
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